Democracia y proporción

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Por Javier Sicilia

Democracia se ha convertido en una palabra amiba: carece de contornos. Ha servido lo mismo para justificar el fraude electoral del Estado de México y las corrupciones de las partidocracias, que para exaltarla como la mejor forma de gobierno. En nombre de ella, los revolucionarios franceses levantaron la guillotina y Escocia logró su independencia.

La palabra, sin embargo, que nació en Atenas en el siglo V a. C., es en su sentido etimológico clara: democracia es el poder del pueblo, el poder de la gente. En este sentido, sólo puede haber democracia donde existe un territorio y un número pequeño de personas, una proporción, es decir, una relación de correspondencia entre pueblo, territorio y gobierno. Cuando el antropólogo Pierre Clastres estudió las sociedades sin Estado, se dio cuenta de ello. Los pueblos pequeños, como los apaches y como lo han puesto en evidencia los pueblos originarios, elegían a quien debía representarlos por sus capacidades para responder a las necesidades de su gente. El cargo, además de ser oneroso –no se le pagaba por ejercerlo–, era una forma de servicio, un “mandar obedeciendo”. En el momento en que el elegido dejaba de hacerlo, se le destituía e incluso, en algunos pueblos, se le mataba. Había en ellos, como Aristóteles lo mostró en su Política, una relación de proporción.

Para el filósofo griego, lo mismo que para los pueblos originarios, dice Roberto Ochoa, la mejor ciudad no es la más grande y fuerte, sino la más bella y feliz. No es, por lo tanto, su tamaño lo que la hace mejor, sino su adecuada función. Una ciudad desproporcionada, lo sabemos día con día quienes las habitamos, no puede gobernarse bien porque hace imposible la virtud, la ética. Su excesivo tamaño afecta las tres funciones principales de gobierno de las que habla Aristóteles: 1) hace imposible adjudicar cargos de gobierno según el mérito. Sin el conocimiento personal de los conciudadanos no se tienen los elementos adecuados, fuera de la propaganda, para designar a un gobernante; 2) vuelve imprecisa la legislación. Un número excesivo de gente impide cualquier posibilidad de orden; 3) genera injusticia. Un magistrado sólo puede juzgar bien si conoce los méritos y las faltas de aquellos a quienes juzga.

México ha llegado a tal desproporción entre gobierno, territorio y gente que ya no existe gobierno alguno. Nuestros gobernantes son ineptos, nuestras legislaciones no pueden controlar el crimen y nuestros legisladores castigan y persiguen inocentes. No importa lo buena que pueda ser nuestra Constitución, la desproporción entre gobierno y pueblo es tan grande, que hace imposible que la vida social y política esté llena de felicidad, belleza, confianza y seguridad. El caos, el gigantismo y el imperio de la fuerza, arropados bajo la amiba de la democracia, se van apoderando de todo.

Esa palabra, que desde hace meses invade nuestros medios de comunicación y que se reducirá al instante electoral de 2018 es, por lo mismo, una inmensa ilusión. No es posible hablar de democracia cuando nuestros gobernantes son elegidos no por sus virtudes sino por la propaganda brutal y la coacción del voto; cuando llegan al cargo para ganar dinero y hacer negocio y no para servir; cuando, después de electos, es imposible removerlos de sus cargos si traicionan a la gente, cuando nuestras ciudades han crecido de tal forma que reducen la práctica de las virtudes a momentos donde la violencia, ya de por sí extrema, amenaza en el imaginario la integridad de todos o donde la naturaleza, como en el reciente terremoto, hace inhabitable lo ya de por sí inhabitable; cuando lo que se vive no es el orden legislativo sino el imperio de los intereses y el uso faccioso de la ley; cuando, por lo mismo, la auctoritas se vive como potestas.

Lo que nos aguarda para 2018 no es un ejercicio democrático; es, por el contrario, una gran mascarada bajo la cual, la desproporción y sus consecuencias ahondarán el caos, el autoritarismo y el crimen. Sacar al PRI del poder no resolverá el problema. El asunto tiene que ver con una estructura sistémica cuya base es la desproporción. No conozco gobierno en México, sea del partido que sea, que no haya reproducido y continúe reproduciendo lo mismo que despreciamos del PRI.

En estas condiciones es casi imposible volver a la proporción y a la democracia. Proponerlo, como lo hago aquí, parece también una ilusión. Hay, sin embargo, propuestas profundas –Development Without Aid, de Leopold Kohr; La convivencialidad, de Iván Illich, y Muerte al Leviatán, de Roberto Ochoa, pertenecen a ellas. Lo que no hay es voluntad y sabiduría política. Atrapados en la lógica de la megamáquina del Estado-nación, la virtud de la renuncia y de la dura tarea de decrecer, provoca malestar y juicios despectivos. Los seres humanos hemos aprendido a amar lo que nos mata. Así, seguimos atrapados en un cáncer político y social, ilusionándonos con la idea de que el remedio de las urnas, una dosis de desproporción, nos devolverá la salud.

La democracia no está en las urnas, no está en el gigantismo del Estado-nación. Está, por el contrario, como un destello, allí, donde la sociedad, en sus momentos más extremos, rompe con la desproporción, sale al encuentro de los otros y genera, en el tamaño de lo humano, un orden, una auctoritas y una justicia.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.

Este análisis se publicó el 5 de noviembre de 2017 en la edición 2140 de la revista Proceso

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