Por Adolfo Sánchez Rebolledo
Es importante no perder de vista que la minuta de reforma laboral aprobada por la mayoría en el Senado resulta ser, en términos generales, un retroceso para las clases asalariadas del país. Véanse al respecto las inauditas expresiones del sector empresarial en torno a la productividad para comprender de inmediato que esta reforma responde a los más estrechos intereses económicos de la patronal menos audaz y emprendedora, así como al intento estratégico de formalizar en la ley, para beneficio de futuros inversionistas trasnacionales, un régimen laboral que consagra el precarismo como matriz de la competitividad.
Cierto que el voto favorable de los temas sindicales concluye con una clara derrota de las posturas más intransigentes del PRI asociado al corporativismo tradicional, pero esa victoria no anula al resto de la modificaciones introducidas a la ley ni, ojo, compromete a los sindicatos regidos por el apartado B; es decir, no aplica al SNTE, por ejemplo, donde la poderosa cacique Elba Esther Gordillo se acaba de reelegir por otros seis años. Por lo demás, ahora falta saber cómo recibirán los diputados las correcciones hechas por los senadores, pues, como se especula intensamente, se abre un abanico de posibilidades que depende de la estrategia que decida seguir el bloque mayoritario de Peña Nieto.
Tal vez consideren que los panistas –Calderón a la cabeza– han ido demasiado lejos en un discurso de doble rasero que los presenta a la vez como vanguardia de la reforma patronal (remember Lozano) y ahora como intérpretes de los sentimientos democráticos de la nación, cuando sabemos que durante 12 años de gobierno se toleró el peor sindicalismo, al grado de favorecer alianzas cuestionables, así como la destrucción del patrimonio público para vencer liderazgos incómodos, como lo demuestra la extinción de Luz y Fuerza del Centro.
Como sea, es una buena noticia que, por fin, el tema de la democracia sindical ocupe el lugar privilegiado que los estrategas de la transición, los partidos y las autoridades se rehusaron a darle a pesar de la importancia que el asunto tenía (tiene) en la vida social mexicana de finales de los años 70, cuando se aprueba la reforma política que Reyes Heroles había impulsado para encauzar el descontento por medio de la vida partidista y la competencia electoral. En esos duros años, son los grupos asalariados los que ponen en la agenda la cuestión de la democracia, la necesidad de clausurar el corporativismo, como condición para acceder a la ciudadanía universal.
Para actuar y sobrevivir en las circunstancias de una economía internacional en crisis, los asalariados debían recuperar sus organizaciones, que estaban, como hoy, en manos de mafias sindicales, secuestradas por los charros que administraban la fuerza de trabajo como requisito para la estabilidad del sistema. Pero luchar por la democracia sindical, en esos años, llevaba al enfrentamiento directo con los órganos de gobierno que protegían los intereses de las burocracias gremiales, piezas claves del régimen imperante. Era una genuina refundación. De ahí la inmediata politización de casi cualquier acción reivindicativa, a la que solía caerle encima todo el peso del Estado.
Con el tiempo, la represión y la crisis, la insurgencia sindical fue derrotada, pero la adopción de la ruta neoliberal puso en la picota incluso la necesidad del sindicato: en el reino del individualismo y la competencia se quedaron los viejos cascarones de las grandes organizaciones corporativas, y aparecieron nuevas formas de simulación, como los llamados contratos de protección, incapaces de dar cuenta de las terribles nuevas realidades del precarismo y la informalidad que anida sobre la desigualdad estructural mexicana.
En la vorágine de la transición democrática (y de la modernización fallida), el mundo del trabajo se fue perdiendo en el imaginario de los partidos y de la crítica intelectual, incluso de la izquierda. El tema pasó de moda. Aquel México de trabajadores que se asumía como fuente del progreso nacional se extinguió como idea (y como política pública) en aras de cierta visión de la modernidad propia de los nuevos ricos que se habían encaramado al poder, con gran capacidad de imitación, pero con gesticulaciones atávicas arraigadas en una cultura de servidumbre autoritaria. Aunque la ley preserva el papel de la organización colectiva para la defensa de los intereses legales e históricos de los asalariados, la ideología, las prácticas del poder y la empresa reforzaron los prejuicios clasistas contra la autonomía y la democracia sindical.
Así, la degradación del papel de los trabajadores se continúa como si fuera tarea pendiente de la supuesta ciudadanización en marcha, cuando es obvio que la pérdida de peso específico de las masas organizadas no era otra cosa que la condición requerida para dar impulso al modelo actual, el mismo que ha fracasado en la creación de empleo. Ante este gigantesco vacío que corroe la vida nacional, no extraña que el panismo teja una reforma laboral sin gran oposición de las centrales de siempre, salvo, claro está, en la parte que toca los intereses políticos del PRI.
¿Es esta la reforma laboral que nos permitiría un cambio de perspectiva en favor del crecimiento y la plena ciudadanía de las masas excluidas? Evidentemente no, como bien y oportunamente lo han dicho la UNT y los heroicos abogados laborales independientes.
Gracias a la votación en el Senado, el PAN se siente vigorizado. Lástima que no lo hubiera intentado a partir del año 2000, pues el tema de la democracia sindical es tan viejo como el sindicalismo auténtico. Por ello me parece refrescante recordar las palabras contenidas en las resoluciones de la primera Conferencia Nacional de la Insurgencia Obrera, Campesina y Popular, realizada en 1976: Parte básica de la democracia sindical es, sin duda, la elección democrática de los dirigentes. Pero la democracia sindical es, sobre todo, un funcionamiento sindical permanente basado en asambleas frecuentes y en el acatamiento de los acuerdos colectivos; es información constante y amplia a la base para que ésta pueda intervenir activamente en toda la vida sindical; es la responsabilidad ineludible de los dirigentes; es más, es el derecho a revocar el mandato a estos dirigentes si no cumplen, sea por la parte de la asamblea, o en general por el organismo que los haya nombrado; es manejo honrado del patrimonio sindical y rendición regular de cuentas.
Hoy que está en juego la sobrevivencia del verdadero sindicalismo, estas indicaciones son más vigentes que nunca. Las fuerzas progresistas y los demócratas convencidos tienen que admitir de una vez por todas que sin una vida sindical sana la democracia es un cuerpo mutilado, deforme… una simulación.
Fuente: www.Jornada.Unam.mx