Por Sabina Berman
El secretario de Gobernación, en una carta a la revista Proceso, dedica un gentil párrafo a pedir una disculpa a sus vecinos por los “inconvenientes” que el reportaje del semanario sobre sus casas de las Lomas les trae. Sucede que la fotografía aérea de una de las casas del secretario abarca también varias casas de sus vecinos. Al mismo tiempo, el reportaje cita a varios vecinos como informantes. Es decir, se trata de vecinos que les dieron datos a los reporteros, pidiendo a cambio sólo el anonimato. Pueden ser otros vecinos los que hablaron con Proceso y otros con quienes se disculpa el secretario. O puede suceder, es lo más probable, que el secretario no ha registrado un cambio importante ocurrido en la conciencia colectiva del país.
Resulta que los vecinos de los políticos hablan de ellos, y bastante, y cuando detectan una injusticia, como en el caso del secretario, hablan con enojo. ¿Por qué, si es un servidor público, el secretario habita una mansión equivalente a la de un gran empresario? Su salario es más bien equivalente al de un alto ejecutivo, no a las ganancias de los dueños de megaempresas. ¿Dónde están las ensambladoras de automóviles del secretario Chong? ¿Dónde sus minas de cobre? ¿Dónde la creación, a través de la inversión de su trabajo y de su capital, de decenas de miles de empleos?
Resulta que los vecinos de los políticos han llegado a la misma conclusión que el resto de los ciudadanos: la corrupción de un funcionario nos daña a todos. Inclina la proa del barco de la nación al agua. Y la corrupción de toda la clase política está a punto de llevar el barco a pique. “La corrupción es el peor problema de nuestras democracias”. Lo dijo Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, en la Cumbre Latinoamericana recién pasada, donde no por azar la mitad de los mandatarios presentes están acusados en sus países de corrupción. (Y donde, tampoco por azar, nadie sino Mujica habló de la corrupción.)
El problema, explicó Mujica, no es sólo que los funcionarios extraen lo que no es suyo del erario. “Eso es menor”, dijo. Es que “la democracia ha sido infiltrada por la lógica capitalista”, y hoy el mismo funcionario que roba a la nación para sí es el que vende al mejor postor los bienes que son de todos: Las carreteras. La educación. Los hospitales. La cultura. La recolección de la basura. El petróleo. Las playas. El agua… Es decir, lo que la naturaleza regala a los humanos que la habitan y lo que generaciones y generaciones de humanos tardaron en construir.
Cuando el dinero es Dios, el Bien Común es un botín. Y si a un buen liberal la venta de los bienes comunes no le parece en teoría un robo, sino una estrategia económica eficaz, debería revisar los resultados macroeconómicos de las privatizaciones que se han realizado masivamente en los últimos 30 años, eso en las democracias capitalistas del mundo: los muchos hoy tienen menos que ayer en dinero contante y sonante y mucho menos en servicios del Estado, mientras que los muy ricos son exorbitantemente ricos, y los políticos que les subastaron los bienes comunes son, no tan ricos, no, pero sí indebidamente ricos.
Tal vez no haya visible en nuestro país un mejor ejemplo de la tesis de Mujica que el señor David Korenfeld, exdirector de Conagua. Como es sabido, el funcionario fue fotografiado por uno de sus vecinos en Huixquilucan cuando abordaba con su familia un helicóptero del Estado para irse a vacacionar. Denise Dresser escribió en el periódico Reforma alabando al vecino que lo delató, y con justicia: es, como Denise refiere, un héroe civil. Ahora habría que alentar a ese vecino y a otros vecinos a que publiquen los otros datos del funcionario corrupto, los que suelen narrar en sus reuniones, para completar el retrato y su moraleja.
Por ejemplo, que cuenten cómo la visita del helicóptero estatal no fue excepcional. Era un estilo de vida: los viernes llevaba a la familia a su casa de Valle de Bravo y la traía a Huixquilucan el domingo en la noche. O que hablen de lo que sucedió en Huixquilucan cuando el señor fue alcalde: El uso de los suelos cambió de manera repentina para que se levantaran edificios mientras se murmuraba que el alcalde se enriquecía indeciblemente. Y falta igual que los reporteros indaguen en la propuesta de Korenfeld de privatizar el agua, la así llamada Ley del Agua –cuya aprobación en el Congreso no fue rechazada sino únicamente pospuesta–, y según la cual la sed de los mexicanos y la sequedad de los campos de cultivo del país se volverían un negocio de trillones de dólares: una reforma que por cierto se aplicó ya en Francia, donde multiplicó en 500 por ciento los costos del agua, y por ello hoy está siendo abrogada; y se aplicó en Bolivia, causando una revolución civil.
Hay que repetirlo: una revolución civil.
Sí, la corrupción es el peor problema de nuestra democracia, y esa certeza –ahora compartida por una mayoría–, más el hecho de que los ciudadanos hoy pueden delatar a sus vecinos políticos a través de las redes sociales, saltándose a los dueños de medios que acallarían la información, o mediante la plataforma para la delación, Mexicoleaks, que guarda el anonimato del informante, vuelve fácil el pronóstico: nos esperan cuatro años de escándalos.
Eso o que este gobierno dé un golpe de timón y se decida a combatir la corrupción como a un crimen contra el Estado. Me retracto del exceso de optimismo: serán más bien cuatro años de escándalos sobre la corrupción.
sabinaberman.mx
Fuente: Proceso