Por Antonio Navalón
Tras un momento de gloria, México atraviesa el periodo más amargo en décadas
Cuando Enrique Peña Nieto asistió el 26 de septiembre a la celebración del Día Mundial del Turismo en Guadalajara (Jalisco), aún resonaban en sus oídos las alabanzas por unas reformas que le habían granjeado el premio de “estadista del año”. Cómo iba a imaginar que, a 300 kilómetros de la capital del país, que tanto le está costando gobernar, comenzaba a pergeñarse uno de los episodios que marcarán su sexenio de manera definitiva. En Iguala, 43 jóvenes fueron secuestrados la noche de aquel viernes y otras seis personas, asesinadas.
No hay ningún gran medio internacional que no haya publicado la historia y no hay nadie que pueda sustraerse a un hecho evidente: México atraviesa (después de haber vivido su momento de mayor gloria en años) el periodo más amargo y triste de las últimas décadas. Hay muchas razones que explican esta sensación y muchas realidades nuevas. Así como en los tiempos de “la insoportable levedad del ser”, Milan Kundera mostraba lo fácil que era aplastar la libertad con tanques, los gobernantes actuales deberían saber que las redes sociales dificultan el ejercicio del poder. En el caso mexicano, además de la desigualdad social común a otros países de América Latina, la violencia y el pacto para no pedir responsabilidades políticas al anterior presidente han convertido a Peña Nieto en acreedor no sólo de sus propios muertos y desaparecidos, sino de los heredados del mandato de Felipe Calderón. El costo ha sido alto, por ejemplo el turismo en Acapulco (uno de los principales focos del país) ha caído un 60%. Por si fuera poco, el Gobierno parece olvidar que su mayor dificultad durante la última campaña presidencial fueron los mismos estudiantes que ahora salen a las calles y claman justicia.
No hay Gobierno en el mundo que haya sabido reaccionar con tino a los nuevos desafíos. Pesa demasiado la conciencia de ciclo acabado y de ser parte, se sea o no corrupto, de un sistema endémicamente corrompido que ofrece desigualdad, insatisfacción e incapacidad. En el continente (y ahora ya el tiempo ha desaparecido del escenario político), el error fue no articular soluciones que disminuyeran las diferencias sociales que carcomen las entrañas e imposibilitan gobernar en muchos países. La democracia formal se ha consolidado en la región. Pero el ascendente sobre los ciudadanos no puede mantenerse cuando a diario, por recordar sólo lo que ocurre en España, se ven furgones llenos de políticos corruptos en un sistema que parece incapaz ya no sólo de evitar estas prácticas, sino de sancionarlas. Cada día el escándalo es mayor.
Con un Ejecutivo mexicano sin autoridad moral, sin haber hecho un corte claro y sin haber entendido la gran lección de las guerras sucias de las dictaduras militares sudamericanas, el cuadro es muy difícil de componer. Primero, hay un convencimiento mayoritario de que la corrupción es generalizada y mediatiza toda la vida nacional. Segundo, resulta inconcebible que, buscando a los estudiantes, se encuentren otros 70 cadáveres en diversas fosas. Eso solo lleva a la conclusión de que en México no existe un registro nacional de desaparecidos ni de aparecidos ni investigación sobre las víctimas.
La invasión de las calles y de las redes remite al mismo ejemplo de la fallida primavera árabe: la nueva política y el clamor social sirven para derribar, pero aún no para construir. ¿Y ahora qué? Resultará muy difícil restaurar un mínimo de confianza. Quizá el problema de la política, de Iguala, de Peña Nieto, de Petrobras y de Dilma Rousseff es que tratan de arreglar y preservar, mientras que los nuevos tiempos exigen cambiar. Es decir, tirar y volver a hacer la casa. No vivimos un fenómeno desconocido en la historia política: esos vientos y aquellos barros trajeron los lodos del fascismo y el aniquilamiento de los sistemas políticos que eran espacios de libertad.
Con su ambicioso plan de reformas, el Gobierno de Peña Nieto tocó intereses estructurales y muy poderosos. Nunca sabremos qué parte del clamor de las calles es respuesta de los poderes fácticos a ese intento por cambiarlo todo. Lo que sí sabemos es que, después de hacer desaparecer a 43 normalistas y tardar casi 40 días en dar explicaciones, es muy difícil convencer a la población no sólo de que obedezca las leyes y pague impuestos, sino de que tenga fe en un sistema que vive un referéndum cada vez que un tuit empieza a volar y, lo que es peor, muestra a diario la pérdida de la brújula de la iniciativa política.
Fuente: El País