Por Luis Linares Zapata
Armado con una expectativa de inminente prosperidad –que bien puede resultar frustránea– la actual administración se ha lanzado a imponer con todos los medios a su alcance la discutible reforma energética. Sin la legitimidad que le daría un mandato extraído de las urnas, el sustantivo cambio constitucional y, en especial, sus leyes secundarias, fueron cocinados por allá en las meras alturas decisorias del país.
Pocos, muy pocos, han sido los invitados al diseño de tan medulares modificaciones. Y, a continuación, y desde esas ralas atmósferas tecnocráticas, han salido los principios y contenidos que darán soporte y marco legal para su puesta en práctica. A este exquisito batidillo de poder se anexan compromisos adquiridos con los factibles inversionistas externos para que, juntos, formen un tinglado de fuerza cupular que no admita titubeos ni tardanzas.
Poco ha importado la bien conocida opinión mayoritaria de los mexicanos opuesta a tales arrestos de modificar de raíz lo establecido a partir de la expropiación petrolera y eléctrica.
El pueblo, afirman en los círculos del poder federal, está mal informado, atado al pasado y sus resistencias al cambio lo exponen a cualquier tipo de manipulación. La derivada de tales menosprecios, concluyen, le impediría participar, con la justeza indispensable, en este tipo de decisiones estructurales. Para que la deseada participación se concrete de manera ordenada y constructiva, se requiere, alegan, de un acervo técnico y estratégico del cual francamente carecen los ciudadanos de a pie. Las complejidades del asunto lo hacen intratable ante auditorios masivos, reza una firme creencia del oficialismo de altura.
La escasa discusión que puede permitirse tiene que ser moldeada de tal manera que permita la mayor de las suavidades en su tratamiento. En cuanto menos disonancias se den mayor será la posibilidad de éxito legislativo. De ahí que la ruta posible consista en desencadenar, como sucedáneo eficaz, una intensa andanada propagandística. Por eso se padeció la abusiva campaña mediática con todo y sus exageraciones y francas mentiras. La eficiencia del Congreso, en estos tiempos de oscuridades y sorderas, depende de los arreglos, de los compromisos y jaloneos entre los líderes de las distintas fracciones, aun las que dicen ser contrarias a privatizar (extranjerizar) tan cruciales industrias. Una discusión en el pleno, abierta y sin limitantes expresas, terminaría en la anarquía, dicen los que de esto presumen saber.
Por lo demás, ya se llevó a cabo una amplia y variada discusión, sostienen de inmediato los proponentes incondicionales de la reforma y sus leyes de soporte. Se dio en el mismo Senado como foro. Ahí se trató de conducir, bajo la férula del siempre dispuesto personero de los mandatos inapelables de mero arriba (D. Penchyna) el propalado debate. Aunque en ese entonces los pormenores de la intentona radical en marcha no se conocían en detalle. Ahora, ya con toda la mesa puesta para la más grotesca extranjerización, la cosa es por completo diferente. Ahora se trata, sin tapujos y dada la profundidad y trascendencia de los cambios propuestos, de ensayar un toral debate que se aprecia indispensable. Y este es el punto neurálgico del presente político del país. No hay sustituto ni hay escapatoria posible.
¿Por qué el debate sobre la reforma energética es indispensable? Lo es porque la misma posibilidad democrática presente y futura, en gran parte, depende de su realización. Se daría, en caso de negarse a ello, el sello definitorio del ya sembrado talante autoritario de la presente administración. No se trata de dejar este asunto para ser procesado (acaso manoseado) únicamente por los legisladores. Ellos no son depositarios de la mínima confianza popular requerida para que se ostenten como representantes de la nación. Cualquier sondeo de opinión les niega tal supuesto.
Es necesario el debate porque, tal como expresan las leyes secundarias, esta reforma –junto a varias adicionales– seguirá una ruta concentradora del ingreso, el mal neoliberal per se. Es imprescindible para evitar que las prisas, que matizan el proceso, desemboquen como siempre acontece en un conjunto de ineficacias, trampas, ausencia de controles y nebulosas al por mayor.
Y es imprescindible porque buena parte de la ciudadanía sostiene, con razones de peso, que la pretendida prosperidad tan cacareada no es más que un espejismo en el que sólo confían aquellos que en el fondo buscan su propia conveniencia y no el progreso general.
La presente administración está urgida de buenos resultados, en especial después de un año de una conducción defectuosa de los asuntos públicos. El juicio popular negativo hacia el Presidente y su gabinete, hacia la democracia y los partidos, hacia el Congreso y la justicia, hacia las reformas mismas, no se saldará con precipitaciones y golpes de autoridad, sino con apertura, sinceridad informativa y diálogo.
Fuente: La Jornada