Por Jorge Zepeda Patterson
La noticia parecería un titular de periódico del 28 de diciembre, día de los inocentes: “El presidente del país es arrestado por corrupción”. Muy improbable en Suecia o en España, difícil de creer en América Latina, imposible en un país con la violencia, los niveles de injusticia y la desigualdad de Guatemala. Y sin embargo, Otto Pérez Molina ha sido despojado del fuero presidencial por unanimidad en el Congreso y llevado a la cárcel.
Mejor aún, no se trata de una vendetta entre políticos ni un golpe de estado disfrazado, sino el resultado puro de la presión de la opinión pública luego de conocerse que el mandatario era el presunto beneficiario de una red de corrupción llamada La Línea, que operaba a través del sistema de aduanas. La información se hizo pública hace unos meses y desde entonces todos los sábados los guatemaltecos comenzaron a marchar por la calle para exigir la renuncia de su presidente. Al final lograron mucho más que eso.
Para un mexicano la noticia genera sentimientos encontrados. Por un lado, la esperanza: si un país con déficits tan abismales como Guatemala en materia de impartición de justicia, atraso, corrupción y desigualdad pudo hacerlo ¿qué impediría a los mexicanos aspirar a que algún día la limpieza también acá comience por arriba? ¿Si Guatemala pudo, por qué no vamos a poder nosotros?
Por desgracia los antecedentes de la Casa Blanca (o de muchos otros colores vinculadas al círculo de íntimos de Enrique Peña Nieto) vacunan de inmediato contra la esperanza. El recuerdo de Virgilio Andrade, Secretario de la Función Pública y supuesto zar anticorrupción, exonerando a su amigo el Presidente, es capaz de matar el entusiasmo de cualquiera. En ese sentido, frente a Guatemala tendríamos que reconocer que somos Guatepeor.
Con nuestros vecinos del sur hubo una circunstancia favorable que muestra hasta que punto una semilla virtuosa bien sembrada puede operar milagros en un pantano con la vuelta de los años. En 2007, en medio de una crisis de legitimidad por temas de corrupción, los guatemaltecos adoptaron la creación de la Comisión Internacional Contra la Corrupción en Guatemala, la famosa CICIG. Es un órgano soportado por la ONU pero con facultades aprobadas por el Congreso de ese país. Tiene atribuciones para investigar e incluso para fincar acusaciones contra funcionarios. Es presidida por el colombiano Iván Velázquez y la integran cerca de 200 agentes de seguridad y otros 200 fiscales, todos ellos extranjeros.
La intervención de la CICIG permitió avanzar y documentar una investigación que nunca habría prosperado en los corruptos y oxidados laberintos de la justicia tradicional. Allá también, como acá, los ministerios públicos y los jueces suelen ser obsequiosos con el poder, por decir lo menos.
Pero no nos engañemos; en última instancia la caída del Presidente es producto de la presión popular. Algo que, con variantes, ya habíamos visto en el desplome de las dictaduras árabes del norte de África hace cuatro años. Y justamente así lo están celebrando los guatemaltecos, como un triunfo de la calle.
Lo cual no deja de sorprender. Las atrocidades que han soportado a lo largo de años no palidecen frente a las mexicanas. Represión militar, exterminio de indígenas, narcotráfico y bandas delictivas salvajes. Las instituciones son aún más débiles que las nuestras y tienen en contra a una poderosa oligarquía acostumbrada a utilizar a los generales para mantener y reproducir el enorme desequilibrio social.
Desde luego en México carecemos de una CICIG (y no estaría mal pensar en algo equivalente, ¿no?; digo, eso de nombrar fiscales entre tus empleados para que te investiguen, como hacen los presidentes en México, es una burla que hace aún más horrible el delito). Pero con CICIG o sin ella, la corrupción es tal que desparrama. No pasa un mes sin que la prensa honesta (aún existe) o de plano la prensa extranjera exhiban una nueva infamia de parte de funcionarios encumbrados, gobernadores enriquecidos, ministros coludidos con empresas licitadoras, etcétera. Y eso por no hablar de atrocidades como la desaparición de lo 43 estudiantes en Ayotzinapa o las ejecuciones de Tlatlaya.
Es decir, motivos sobran. ¿Qué circunstancias tan singulares convergieron en el milagro de Guatemala? Explicaciones ex post no faltarán; lo difícil es anticiparlas. O en otras palabras, ¿cuán lejos estamos de un “momento guatemalteco”? ¿Seguiremos soportando indefinidamente la corrupción y las medidas cosméticas que las autoridades nos endilgan para pretender que están haciendo algo? ¿O nos aguarda alguna sorpresa cuando menos lo esperemos como sucedió en Guatemala o en Egipto? El azar, dice Juan José Millás citando a Borges, no es más que un modo de causalidad cuyas leyes ignoramos. O quizá simplemente no hemos sido capaces de ganarnos ese “azar” como sí hicieron los guatemaltecos. Bueno, no aún.
@jorgezepedap
Fuente: Sin Embargo