Por Alejandro Páez Varela
He visto, en las marchas por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, cómo muchos de los que van en el contingente rechazan a los que, casi siempre en la retaguardia, pintan inmobiliario público, paredes, vidrios, negocios. Y no son las leyendas lo que les molesta; lo que ellos dicen con pintura muchos lo piensan y por eso marchan: que se trata de un crimen de Estado; que el gobierno no tiene madre; que la relación entre las autoridades y los criminales nos tiene hasta la chingada; que ya basta y que hay un pueblo que ya se cansó. No, no es lo que dicen. Es cómo lo hacen. Es cómo convierten un movimiento civil pacífico en una fiesta de radicales.
He visto madres jalar a los hijos a un lado; gente de clase media, baja y alta que se da la media vuelta o les da la espalda. He escuchado los gritos de los organizadores (por megáfono) y de los que marchan (a viva voz) exigir que paren los actos de violencia. Nadie me lo ha contado: he estado allí cuando, frente a la puerta de Palacio Nacional, una inmensa mayoría le pide a los que lanzan piedras o provocan a los policías que le paren. Y no le paran.
No me molesta que alguien ande encapuchado; lo dejo claro. No coincido con ellos: yo escribo con mi nombre y mi apellido y mi carota y eso me ha costado que me ataquen desde el anonimato de la manera más soez. Y ni modo. Prefiero eso a ponerme una capucha. Y no me molesta que lleguen encapuchados a una marcha, en lo absoluto.
Lo que me parece poco valiente es que se pongan una capucha para sacar una botella de gasolina con mecha, en medio de familias y gente que quiere protestar, que quiere decirle al gobierno que ya está cansada; personas que nunca salen a la calle y que ahora se han unido en el reclamo justo por los 43 normalistas desaparecidos, haciendo uso de su legítimo derecho.
Se que muchos reclaman el derecho que tiene alguien a marchar con capuchas. Está bien. No coincido pero está bien: defenderé ese derecho. En lo que no creo es en que esos encapuchados tomen la decisión de convertir una movilización ciudadana mayoritariamente pacífica en un zafarrancho que permite al gobierno y a los medios oficiales esquivar las respuestas.
Este fin de semana, por ejemplo, mientras The Wall Street Journal decía que agentes de Estados Unidos han usado uniformes y armas de la Marina para realizar operativos ilegales en México, el Secretario de la Armada hablaba de “los violentos”. Qué cómodo. Como cuando, en plena escapada a China, mientras se daba a conocer lo de la “casa blanca”, el Presidente “condenaba a los violentos” que quemaron la puerta.
Ahora todos hablan de “los violentos”, esa minoría. Dejaron de dar respuestas, para “condenar la violencia”. Todo por un puñado. Muy mal. Muy sospechoso, también.
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Ahora, que si se trata de quitarnos la capucha, nos la quitamos todos. Si quieren que empiecen los de las marchas, pero que se sigan los del gobierno. Que digan, por ejemplo, cómo fue que en sólo dos años de administración federal, los más beneficiados con obras y concesiones son los amigos del PRI. Empezando con OHL, siguiendo con los del tren Querétaro-México y con los Vázquez Raña, amigos del Presidente de México, que ahora se quedarán con las cadenas de televisión.
Para capuchas, esas: simular una apertura, un “Mexican Moment”, sólo para repartir los recursos de los mexicanos entre los cuates.
Hay de capuchas a capuchas, pues.
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–No es culpable de ser guapo –me dijo un colega periodista hace tiempo–. De lo que es culpable, es de usarla para posicionarse en este país telenovelero, donde los feos son malos y los bonitos frívolos se quedan con la guapa. Como él.
Era 2012. Hablábamos de la capucha que, con ayuda de la televisión, usaba el candidato presidencial del PRI.
–¿Tonto? Hacen mal los que lo menosprecian. Tonto no es. El problema es de dónde viene su inteligencia y hacia dónde la encamina. Pero tonto, tonto no es –me respondió un ex precandidato presidencial en una conversación informal.
Y así, sin pedirlo, muchos de nosotros hemos estado armando, con los años, el perfil de Enrique Peña Nieto. Su sudor incontrolable en la agitación (política o emotiva), por ejemplo; su debilidad por las mujeres; su amor por la oscuridad.
Y su soledad. En eso coincidíamos varios en una conversación: que debe ser un hombre solo. “Un hombre codicioso, entre más solitario, más posibilidades de éxito tiene”, dijo uno entre nosotros. “Sólo así, en soledad, puede construir mentiras para alcanzar objetivos; sólo así acota el acoso moral, si es que lo hay”, dijo otro.
¿Cuáles son los pecados del Presidente? Unos corresponden al del ser humano, y se valen: sus amantes y su vida privada; ignorar la importancia de la lectura, su frivolidad. Pero otros errores son los de un Jefe del Ejecutivo. Y allí es donde hay consecuencias.
Las amantes son de la vida privada pero cuando se habla de bienes y declaraciones patrimoniales, corresponden a la vida pública. No leer es un tema de cada quién, pero si diriges una Nación –¡y qué nación!– necesitas las fuentes de primera mano para entender a los gobernados: la verdad es polifónica, no se construye a susurros de Palacio ni en resúmenes ejecutivos.
La frivolidad de un hombre cualquiera (uno que ha vivido en la burbuja de las élites) se transforma en insensibilidad cuando atañe a un gobernante.
¿Quién es, realmente, el hombre detrás de la capucha? Lo vamos entendiendo poco a poco; lo estamos desenmascarando.
Han pasado apenas dos años, y vean quién es aquél candidato guapo “llamado a salvar a México”. Y lo que nos falta por ver.
Fuente: Sin Embargo