Darwinistas por la gracia de Dios

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Por Alex Vidal

En el siglo XVI, el médico y filósofo castellano Gómez Pereira desarrolla su teoría del “automatismo de las bestias”. En ella distingue entre el hombre, creación predilecta de Dios, y el resto de los animales. Como ilustra Gustavo Bueno, Gómez Pereira sostiene que los animales no tienen alma, es decir, no sólo no tienen “alma racional” sino “alma sensitiva”, por consiguiente los animales se comportan como autómatas. Según esto -continúa Bueno-, sería simple metáfora antropomórfica decir por ejemplo que el galgo, cuando ve o huele la liebre, se lanza en carrera hacia ella: el galgo no ve ni huele, es decir no siente. El galgo es así una maquina maravillosamente diseñada, que cuando recibe un estímulo determinado se dispara siguiendo un patrón de comportamiento característico. Pereira concluye que las especies brutas [sin alma], ni ven, ni oyen, ni sienten, pues sólo un espíritu con alma, puede ver, oír y sentir. El artículo de Bueno plantea la justificación de la impiedad desde la óptica de la fe como actual cuestión filosófica: ¿puede seguir afirmándose que los hombres se diferencian de las bestias por tener un alma espiritual procedente de un acto especial de la creación divina?

Tres siglos después de Gómez Pereira, Charles Darwin postula su teoría de la selección natural. Todas las especies de seres vivos, incluido el hombre, evolucionaron con el tiempo a partir de un antepasado común. Sólo los más aptos, aquellos que lograron adaptarse al medio, fueron capaces de sobrevivir. Pero el orden natural implica también la cruel arbitrariedad de la naturaleza. El pez grande se come al chico igual que el león devora a la gacela. Hoy, el creyente contemporáneo no tiene inconveniente en compatibilizar la Creación con el evolucionismo, ¿pero resulta posible compatibilizar el amor al prójimo de las escrituras, -en este caso el amor cristiano-, con las tesis de Darwin? ¿y con la actual comprensión depredadora del mundo?

Desde la psicología del nazismo, la voluntad de poder se halla arraigada en las leyes de la naturaleza, en el instinto de conservación de la especie. Como ilustra Eric Fromm en su Miedo a la Libertad, las tesis de Darwin representan para Hitler, la expresión y la justificación de su propio sadismo. El único poder superior al que éste se somete es Dios, el Destino, la Necesidad, la Historia, la Naturaleza: “sólo el cielo es superior a los hombres, ya que a éstos se les engaña, mientras que el cielo no puede ser sobornado”. Todos estos términos constituyen símbolos de un poder dotado de una fuerza abrumadora en aras a su propia realización mediante la explotación del otro. Para ello según Hitler, “sólo el idealismo conduce al reconocimiento voluntario de la fuerza y el poder; renunciar al idealismo, es renunciar al interés individual”.

Desde el materialismo, la contradicción dialéctica se muestra como la mejor aliada del sentido común. Según Jacques Monod, autor de Azar y Necesidad, “la selección natural es el medio más ciego y más cruel de desarrollar nuevas especies. La lucha por la existencia y la eliminación de los más débiles es un proceso horrible… Me sorprende que un cristiano quiera defender la idea de que éste es el proceso que Dios estableció para realizar su evolución”. Para otro relativista, GRichard Bozarth, “el evolucionismo destruye por completo la razón por la cual la vida terrenal de Cristo habría sido supuestamente necesaria”. La pregunta es obligada: ¿entra en colisión para un creyente la praxis cristiana con la impía realidad de Darwin? Según el rescatado Carlos Marx, es precisamente la versión inhumana del hombre la que más precisa revestirse de Dios, mientras que paralelamente, el consuelo religioso se torna en opio de los sometidos para soportar el dolor. Así, la religión -aunque con fines distintos-, se muestra necesaria tanto para dominantes como para dominados.

Hoy más que nunca, la teoría de la selección natural parece hecha aposta para justificar la actual dominación del mundo, la violencia institucional, el egoísmo a expensas del bien público, la más cruel indiferencia al sufrimiento, la versión más infame de la libertad individual. La paradoja de la cultura judeocristiana descansa así en la huida hacia una comprensión Darwinista de la Creación que la exculpe. “No necesito el alma para mis estudios con los animales” decía Gómez Pereira. Tampoco el neoliberalismo parece precisar de él, en sus ensayos con pueblos y sociedades. En palabras del propio Hitler, “la ley natural representa el instinto que conduce a la lucha del fuerte frente al débil, a la supervivencia del más apto, gracias al empleo de los pueblos inferiores”. Y si en cada “pueblo” sustituimos éstos por “clases”, sin duda terminamos por completar el círculo.

Fuente: Nueva Tribuna

 

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