Por Vilma Fuentes
La pandemia del Covid-19, a medida que evoluciona, trae cada día sus sorpresas alentadoras o deprimentes. A la orden de una ley humana inmemorial, la vida participa siempre de lo mejor y lo peor. O bien, nos estremecemos ante el horror del ser humano cuando nos enteramos que, en algunas residencias para ancianos, los pacientes son maltratados, se les abandona y condena a morir en la soledad. O bien, al contrario, desbordamos de admiración al escuchar los testimonios de la devoción excepcional de auxiliares de enfermería y personal hospitalario, quienes, a pesar del peligro para su propia salud, son capaces de consagrar su tiempo y su energía para salvar a los enfermos dependientes de sus cuidados.
Ante la generosidad mostrada por auxiliares, médicos, ambulancieros y otros, mujeres u hombres, jóvenes o no, la gente que ha tenido la suerte de gozar de su socorro, sea en su persona o en la de sus familiares, pero también toda la población conocedora del riesgo de contagio general, no podía quedarse con los brazos cruzados. Sobre todo, cuando una minoría, doblemente deleznable por su anonimato y su pequeño número, acaso víctima de sus temores, ataca con actos y amenazas a estos nuevos héroes de la vida hoy diaria.
Popular como la ola
inventada por México en los estadios de futbol, ha surgido una manifestación pública vuelta tradición en muchos países: una ola de aplausos y ovaciones al personal médico. Cada noche, en Francia, justo antes del diario televisivo, los habitantes confinados en su domicilio, desde ventanas y balcones, aplauden al unísono en homenaje a los auxiliares de salud. Ovación vuelta ritual, clama de manera espectacular el reconocimiento de los ciudadanos hacia estos nuevos héroes, a quienes se desea agradecer y honrar con esta manifestación a la vez sonora y calurosa. Como los aplausos se transmiten al mismo tiempo en todos los medios, el rito toma el giro de un acto que une los corazones palpitantes de alegría en una especie de fiesta. En esta época perturbada, este apoyo es recibido con alivio por quienes tanta necesidad tienen de un impulso de optimismo para guardar la confianza y la fe en mejores días.
No puede negarse que el primer efecto producido en la población por el nuevo coronavirus, después de la estupefacción provocada por la amplitud imprevista de la catástrofe, fue el sentimiento de una tristeza profunda. Cada uno buscó la mejor forma de enfrentar la epidemia y resistir a la depresión. Desde luego, las actitudes son distintas según el carácter. Los más responsables hallan el medio de volverse útiles a la medida de sus aptitudes. Actúan de la mejor manera posible, pues siempre puede realizarse un buen gesto, como demuestran los auxiliares médicos. En Francia, como en otros países, hay quienes prefieren establecer el inventario de los errores cometidos por las autoridades responsables. Las faltas son numerosas: falta de preparación, lentitud administrativa, órdenes contradictorias, comunicación confusa. Después de los aplausos, habrá los ajustes de cuentas. En fin, hay quienes prefieren reír, sea por ser cómicos profesionales, sea por el gusto de bromear. Se fuerzan a reír como si la risa fuera el arma última para escapar a la desesperanza, acaso a la manera de los condenados que dan cara al pelotón de fusilamiento con un cigarrillo en la boca, una sonrisa de desdén, los ojos abiertos y la mirada desafiante. Por desgracia, desdeñar a la muerte no ha impedido nunca a la Parca blandir la guadaña a su antojo.
En Francia se han reiterado los homenajes a los auxiliares sin olvidar a otros trabajadores de las sombras que arriesgan su salud al servicio de la vida pública: pepenadores, carteros, cajeras, barrenderos, choferes de transportes de mercancías… Así, un representante de empresas funerarias llamó la atención sobre las dificultades de su oficio agravadas por el coronavirus, aunque, desde luego, no pedimos que se nos aplauda cada noche
, concluyó comprensivo.
Fuente: La Jornada