Por Carlos Miguélez Monroy*
En la última década, la venta de alimentos empaquetados ha aumentado en un 92%, según la organización Euromonitor. Sólo en 2012, la venta de estos alimentos ascendió a 2,2 billones (trillions) de dólares. México, Brasil, Sudáfrica, India y Rusia encabezan ese incremento, sobre todo por el consumo de refrescos y bebidas embotelladas. Esto ha tenido consecuencias en el medioambiente y en el gasto sanitario público por el consumo de productos cada vez más baratos, disponibles y de peor calidad nutricional.
El uso de plásticos, las técnicas de refrigeración y de congelado para proteger alimentos ha permitido alargar su duración y facilitar su transporte durante más tiempo y en recorridos cada vez más largos. Esto permite que puedan cubrir sus necesidades de alimento y de hidratación personas que quizá no podrían hacerlo de otra manera en determinadas circunstancias.
Pero estos progresos se han llegado a considerar indicador absoluto de bienestar en la sociedad de consumo. La variedad de marcas de shampoo o de acondicionador entre las cuales elegir se interpreta como un mayor grado de libertad, aunque los productos se parezcan tanto o sean lo mismo con distinta etiqueta. Pero no se pueden confundir las posibilidades de elección en el supermercado con las posibilidades de elegir en el espacio público dentro de un entorno participativo. Hemos pasado de ciudadanos a consumidores al confundir consumo con democracia y libertad.
La publicidad también ha conseguido que la gente confunda ser con tener. Para tener hay que consumir. Para consumir hay que ganar dinero. Para eso hay que vender lo que sea y como sea, cuanto más mejor. “Ahora soy más rico, puedo comprar más”. Esta espiral infinita de comprar, usar y tirar choca con los límites de un planeta que no resiste más.
Junto con el iPad, el iPhone, el tablet y otros objetos, algunas personas no pueden salir de su casa sin la botellita de agua, como si estuvieran en el Teneré, el “desierto dentro del desierto” del Sáhara. La sacan en clase o en cualquier sitio. Una vez que han apurado todo el líquido, las botellitas van a la basura o al suelo de espacios públicos, parques, playas o cualquier entorno que pierde su armonía. O la reutilizan sin saber que las botellas desprenden partículas tóxicas. En muchos restaurantes resulta imposible conseguir una jarra de agua. Hay que comprar la botellita.
Se benefician de esta dinámica las petroleras, las fábricas de plástico, las embotelladoras y las compañías que desarrollan los planes de marketing y publicidad que cuestan millones de dólares. Junto con paisajes alpinos, montañas nevadas, cascadas, lagos, bosques, mujeres y hombres bonitos y en forma, aluden a la pureza del agua y a los minerales que contienen y que, según ellos, necesita el cuerpo.
A veces se cuestiona uno la necesidad de complicar hasta este punto una necesidad básica para la supervivencia humana y de cualquier especie animal o vegetal. Quizá habrían bastado sistemas de recaudación fiscal eficientes para construir sistemas de limpieza y captación del agua que sale de la llave. Esto habría creado puestos de trabajo para investigadores, científicos, ingenieros, maestros de obra y albañiles. Pero para el vendedor, las ventajas de consumir productos es que hay que reponerlos siempre porque son perecederos.
Se dan contradicciones similares con los alimentos. Los supermercados están repletos de productos que, en su mayoría, acaban en la basura “porque caducan” o porque nadie los ha comprado. La comida que se desperdicia sin cubrir una necesidad humana indica que no necesitamos muchas de las cosas que vemos en esas estanterías. Los consumidores formamos parte de esa cadena al llenar las estanterías de la casa y el refrigerador con productos que sólo hemos comprado porque “había 2X1” o “estaban de oferta”. Muchas veces acaban en contenedores donde rebuscan los nuevos pobres de ciudades opulentas, que se multiplican por el incremento de la brecha entre ricos y pobres.
El cambio está en cada ser humano con pequeños gestos que puede empezar hoy, aquí y ahora. Bastaría con consumir de acuerdo a las necesidades y a la naturaleza que nos rodea. No necesitamos comer fresas en cualquier época del año para reivindicar nuestra libertad.
* Carlos Miguélez Monroy. Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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Twitter: @cmiguelez