Por Juan Pablo Proal
El gobierno de Estados Unidos sabe que los teléfonos celulares provocan cáncer, contagió a miles de afroamericanos con VIH, es cómplice de las farmacéuticas para provocar autismo en los niños mediante la aplicación de ciertas vacunas e impide el acceso a remedios naturales para tratar enfermedades mortales.
El 49 por ciento de la población estadunidense cree que estas premisas son ciertas, de acuerdo con un estudio aplicado por la Universidad de Chicago (periódico El Mundo, 21 de marzo de 2014). En una investigación aparte dada a conocer el año pasado, la Universidad Fairleigh Dickinson descubrió que el 63% de los votantes registrados en Estados Unidos da por cierta alguna teoría de conspiración política.
Las hipótesis de que un grupo ultra secreto e híper poderoso está detrás de las principales tragedias del mundo no sólo están plenamente vigentes, sino que actualmente se extienden hasta los asuntos más mundanos.
Le propongo un ejercicio: Inicie sesión en su cuenta de la red social Facebook y lea durante 60 minutos las actualizaciones de sus contactos. Estoy seguro de que encontrará a más de uno difundiendo teorías de la conspiración. Complots para todo: Para matar a Justin Bieber o al Papa, para que todos seamos homosexuales o evitar que Brasil ganase la copa del mundo; para exagerar los daños que provoca el tabaco o que el mundo sea infestado por zombis.
Es cierto, los complots existen, pero hay de complots a complots, como diferencia el escritor mexicano Julio Patán en su libro Conspiraciones. Tomando como referencia la definición del diccionario de la Real Academia Española (RAE), conspirar es “unirse contra un superior o soberano”, descripción que incluye a una revolución o golpe de estado; sin embargo, existen otras supuestas conjuras, cimentadas primordialmente en lo irracional y la superchería, como recuerda el autor:
“El mundo, según las teorías de la conspiración, es un lugar ordenado. No hay en él sitio para el azar, no hay errores, ni por lo tanto incertidumbres. La bolsa no se desploma por el hecho de que en un momento dado sea imposible controlar los vaivenes de la economía mundial, sino porque una camarilla oculta se beneficia con ese desplome, que ocasiona artificialmente y por lo tanto puede revertir en cuanto le convenga. En suma, una teoría de la conspiración es retorcidamente consoladora, porque en ella cualquier forma de incertidumbre es sustituida por la marcha incuestionada de una lógica operativa de validez universal, una lógica sin cuarteaduras, perversa, sin duda, pero que sirve no sólo para darnos ciertas certezas, sino para librarnos de responsabilidades, individuales y colectivas”.
Los creyentes de las teorías de la conspiración por lo regular son infinitamente obstinados, sostienen que sólo ellos poseen la verdad; rechazan otros credos, ideas o posiciones políticas. Son fundamentalistas, muchas veces prestos a utilizar la violencia para combatir a quienes consideran sus enemigos.
Más allá de lo anecdótico, el hecho de que con más frecuencia nos enteremos de militantes panistas que simpatizan con el nazismo –movimiento cimentado en la teoría de que el judaísmo controla el mundo- o de grupos que se asumen como anarquistas y cometen atentados con bombas molotov, representa un escenario altamente peligroso para la convivencia pacífica y la discusión política.
El doctor en Sociología Pablo Santoro publicó en la revista Nómadas de la Universidad Complutense de Madrid el ensayo La deriva de la sospecha: conspiraciones, ovnis y riesgo, en el que enfatiza:
“Más que una perspectiva teórica, la imagen de la conspiración ha funcionado la mayor parte de las veces como un discurso de movilización política. Tradicionalmente, el recurso retórico del complot y la conspiración ha servido como una estrategia política de control y movilización, desde el ejercicio del poder y desde la oposición a él. Los Estados modernos, especialmente en el caso extremo de los regímenes totalitarios, han recurrido históricamente a escenas de intrigas y confabulaciones de grupúsculos secretos, ya sea en la forma tradicional de los Estados Unidos e incluso en la actual obsesión global por el terrorismo”.
La clase política mexicana, impregnada de las más abusivas, cínicas y extravagantes corrupciones, utiliza la teoría de la conspiración para defenderse cuando es evidenciada en flagrancia. Cuando Miguel Ángel Mancera, jefe de Gobierno del Distrito Federal, fue abucheado durante el informe de labores de la senadora Dolores Padierna a finales del año pasado, sus operadores filtraron la versión de que se trató de un complot en su contra. El mismo recurso fue utilizado por militantes priistas para defender al defenestrado exlíder capitalino Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, acusado de dirigir una red de trata de personas. Y de igual forma han actuado, en diferentes contextos, Mario Marín Torres, Andrés Manuel López Obrador, Gustavo Madero, Víctor Hugo Romo y un extendidísimo etcétera.
En tanto, los votantes desconfían de todo y de todos. El Informe País sobre la Calidad de la Ciudadanía, presentado el 16 de junio por el Instituto Nacional Electoral, arrojó que en México siete de cada diez ciudadanos cree que no se puede confiar en la mayoría de las personas y el 75 por ciento dice no conocer a alguien que le pueda ayudar a defenderse de una injusticia. Un estudio aparte, elaborado por la empresa Parametría, concluyó que los mexicanos tienen muy poca confianza en los partidos políticos, la policía, los jueces y los bancos.
La posición de que la realidad sólo puede explicarse mediante teorías de la conspiración sumada a la exacerbada desconfianza nutre la apatía, la violencia y la exclusión. Si la razón del pobre crecimiento económico es que hay un grupo de banqueros que controla el país, el rumbo de la nación está definido por la oligarquía y Televisa es dueña de nuestro destino, no hay esperanza posible, la derrota nos sepultó.
Más que extraterrestres, judíos y monopolios invencibles, el verdadero enemigo del ser humano es y seguirá siendo la ignorancia.
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Fuente: Proceso