Por Víctor M. Quintana S.
El campo mexicano lleva más de treinta años de despojo no sólo intenso sino también consagrado por las leyes y las instituciones. La reforma institucional impuesta a sangre y fuego durante los gobiernos de Salinas y de Zedillo cumplió un papel importante: hacer funcionales nuestras leyes y nuestras instituciones al nuevo ciclo de expansión del capitalismo en el campo, ese que Blanca Rubio llama “la nueva fase agroalimentaria global”. Con ellas se integró nuestro país al manejo global de los alimentos como “commodities”, como importador de cereales, oleaginosas, cárnicos y lácteos, a la vez dejaba de ordenar el mercado de alimentos.
Los instrumentos salinistas para lograrlo fueron: la contrarreforma agraria, la apertura comercial, principalmente a través del TLCAN, la política bancaria-financiera que llevó a la quiebra a miles de productores –de ahí nació El Barzón– la separación de los programas oficiales en programas para los productores de “potencial” y los de “bajo potencial”, para hacer más productivos y rentables a los primeros (Procampo) y a los segundos, condenarlos a las políticas de compensación social (Oportunidades).
Para contener la disidencia y acotar o cooptar a las organizaciones de productores, el salinismo-neoliberalismo creó dos espacios de concertación diferentes: el Consejo Agrario Permanente, para las organizaciones campesinas y el Consejo Nacional Agropecuario, instancia de los empresarios agrícolas de diversos niveles. Al interior de estos espacios ha tratado el régimen, no de debatir lo esencial de sus políticas hacia la agricultura, sino poner una válvula de escape y de procesamiento de los conflictos que surgen con la implementación de sus políticas excluyentes.
Con el avance de la globalización y de los intentos de los Estados Unidos y sus aliados, OTAN y empresas trasnacionales, por mantener un mundo unipolar a toda costa y salvar su hegemonía amenazada, se inicia un nuevo ciclo ya no sólo para mantener y conservar la dominación a través del control de los alimentos, sino ahora también a través de la utilización de las riquezas naturales, como son los recursos energéticos, los minerales, el agua, como “commodities” en los mercados financieros globales.
Por eso se hace necesario para el neoliberalismo extractivista un nuevo marco institucional para la explotación económica de los espacios rurales y de dominación de los actores que en ellos operan, cuya lógica de base es la “acumulación por despojo”, que conceptualiza David Harvey e ilustra notablemente la declaratoria final de las Jornadas Nacionales en Defensa de la tierra, el agua y la vida, celebradas en Atenco el 16 y 17 de agosto: “ El despojo es una realidad cotidiana que padecemos todas y todos: despojo de la tierra, del agua, del aire, de la biodiversidad, de nuestros saberes, del patrimonio familiar y comunitario, de los bienes comunes, de nuestros derechos individuales y colectivos, de nuestros sueños y nuestras esperanzas… Nos despojan los proyectos mineros, las represas, las carreteras y ductos. Nos imponen urbanización desordenada, desarrollos turísticos, privatización de los servicios básicos, se adueñan de la biodiversidad y le ponen precio, comercializan y empobrecen nuestra riqueza cultural. Son los agronegocios, los talamontes, los empresarios turísticos que se adueñan del paisaje, el crimen organizado y el crimen de cuello blanco los responsables de este saqueo”
Este despojo se hace posible legalmente por las reformas constitucionales y de leyes secundarias en materia energética y las que habrá a la Ley de Aguas y a la de Bioseguridad, entre otras.
A ellas corresponderá una nueva forma de dominación política, la que trata de construir el régimen de Peña Nieto mediante un complejo proceso de presión-negociación-cooptación o incluso represión a los actores del campo, con las consultas sobre “la Reforma para el Campo”, las mesas de negociación iniciadas el 23 de julio, la apertura de nuevas instituciones como la Financiera Nacional para el crédito a los pequeños productores, y todas las “acciones para reformar al campo” que implicarán no sólo cambios económico-productivos, sino el establecimiento de nuevas formas de control, de clientelismo, de relación del Estado con los actores rurales.
De aquí surgirá lo que de facto suplirá al CAP, al Consejo Nacional Agropecuario, etc.
Esta nueva forma de dominación de los espacios rurales, como proveedores de territorio y de naturaleza crea una coyuntura para la convergencia de múltiples actores. Ya no sólo las organizaciones campesinas, sino todas y todos quienes son afectados por el despojo para la nueva acumulación, los pueblos indios, las comunidades rurales, los usuarios del agua, los perjudicados por los megaproyectos y en general todos los grupos y personas afectados por las nuevas formas de saqueo. A nueva forma de dominación, nuevas formas de resistencia y construcción de alternativas.
Las organizaciones campesinas han dado un combate importante hasta ahora, han sido las que más consistentemente han impugnado la reforma energética.
Pero tienen sus limitaciones: hay fisuras entre ellas, luego tienen que priorizar lo inmediato sobre lo estratégico y hay demandas que las rebasan, además no pueden representar ellas solas todas las demandas productivas, ambientales, territoriales, culturales. Por ello, es necesaria una convergencia mucho más amplia para terminar con el despojo, para rescatar los espacios rurales.
Eso se planteó desde las Jornadas Nacionales en Atenco y es necesario irle dando forma: Urge construir un espacio de libertad, de comunicación, de lucha conjunta entre las organizaciones campesinas, las coordinadoras indígenas, las comunidades, los grupos de autodefensa, las y los impugnadores de los megaproyectos, las organizaciones derechohumanistas, los colectivos de periodistas, intelectuales y artistas.
Sólo así se podrá trocar el campo como espacio del despojo de los neoliberales al campo como espacio de esperanza de todas y de todos.