Si México fuera un país democrático, los funcionarios y los legisladores defenderían el interés público en lugar de utilizar sus cargos para lucrar personalmente. Personajes como Pedro Joaquín Coldwell, Purificación Carpinteyro, Ninfa Salinas, Luis Videgaray y Javier Lozano podrían desarrollar libremente sus negocios en el ámbito privado, pero sería estrictamente prohibido que ocuparan un cargo público a menos que se deshicieran completamente de todos los intereses económicos, personales y profesionales que pudieran distraerlos de sus responsabilidades con la ciudadanía.
Habría que exigir transparencia absoluta e inmediata de todas las cuentas, relaciones y compromisos de los legisladores y funcionarios federales. Quien no divulgue, que renuncie.
El 15 de enero de 2013, Enrique Peña Nieto y su gabinete quisieron demostrar su supuesto compromiso con la transparencia al organizar una extravagante conferencia de prensa para dar a conocer versiones públicas de sus declaraciones patrimoniales. Resultó una gran farsa. La información difundida se limitó al monto de sus salarios como servidores públicos así como algunos datos generales sobre obras de arte y bienes inmuebles que habían recibido “en donación”. Hasta la fecha la sociedad se mantiene en total oscuridad con respecto a los verdaderos intereses financieros, profesionales y personales de los funcionarios federales y sus familiares.
Esta ley aplica para los integrantes del Poder Ejecutivo, como Coldwell y Videgaray, y para los del Poder Legislativo, como Carpinteyro, Salinas y Lozano. Los reglamentos correspondientes de la Cámara de Diputados y del Senado de la República reproducen las mismas prohibiciones. Sin embargo, la ciudadanía no cuenta con la información necesaria para poder exigir el cumplimiento de estas importantes disposiciones legales. En consecuencia, impera una vergonzosa simulación y una peligrosa impunidad que amenaza con destruir por completo el carácter público de nuestras instituciones.
Otros países cuentan disponen de reglas más avanzadas. Israel, por ejemplo, prohíbe de forma tajante emplear a personas estrechamente vinculadas con los sectores o los actores regulados por la institución. En lugar de esperar a que el funcionario cometa algún delito, estas normas buscan combatir el problema de raíz al bloquear la infiltración del Estado por parte de intereses particulares.
Los conflictos de interés constituyen la contracara de la privatización. Ambas dinámicas abonan al desmantelamiento del carácter público del Estado. Con la privatización se busca descuartizar al Estado para entregarlo en pedazos a intereses particulares. Con los conflictos de interés, los actores privados se infiltran al Estado para minarlo y debilitarlo por dentro. Las dos prácticas son igualmente reprobables, y como sociedad tendríamos que rechazarlas de manera contundente. El desarrollo político y económico que tanto anhela el pueblo mexicano solamente será posible a partir de una clara defensa de la esfera pública y de los intereses generales, por encima de los intereses corruptos de quienes buscan lucrar con sus responsabilidades públicas.