Por Gustavo De la Rosa Hickerson
La terrible noticia del asesinato a mansalva de los abogados Salvador Urbina y César Cordero Muñoz hizo temblar de miedo, coraje e impotencia al gremio legista, y nos recordó que la muerte nos es cercana.
El lunes pasado, Chavita y César trabajaban en el privado de un despacho que compartían cuando dos sicarios llegaron al lugar. Esperaron un minuto en la puerta de entrada, uno de ellos ingresó al privado y, a sangre fría, asesinó a los profesionistas.
Este doble homicidio es el más reciente en una serie numerosa de ataques armados contra compañeros que ejercen la profesión. Resulta muy doloroso acudir una y otra vez al sepelio de las víctimas, algunas de ellas líderes intelectuales o profesionales del gremio, para después esperar la justicia que nunca llega.
Ciertamente que los abogados no defendemos angelitos pero tampoco somos matones que andemos por la calle retando a la huesuda. En nuestro trabajo contraemos adversarios y amigos, uno por cada asunto, pero la pena de muerte no está contemplada para quienes peleamos por los intereses, familias y libertades de otras personas. Cuando terminamos la escuela no nos advirtieron que nuestro oficio era de alto riesgo.
Ni siquiera en las guerras formales los combatientes pierden tantos amigos; les cuento algunos casos.
Extremadamente doloroso e intimidante fue el crimen de Dante Almaraz, asesinado por haber revelado la infiltración del grupo delictivo La Línea en la Policía local. Fue él quien derribó, a golpe de piedra, el montaje gubernamental que incriminaba a inocentes en uno de los hechos más aterrorizantes de los feminicidios en Juárez: las osamentas en el Campo Algodonero.
Sorpresiva y angustiante fue la muerte de Julián Sosa, uno de mis primeros alumnos en 1975 y esposo de una entrañable amiga. Un exitoso abogado de grandes negocios y empresas prominentes. Duro, sistemático y feroz en el litigio.
Recuerdo el dolor de ir al funeral de Luis Mayans, que venía desde la preparatoria junto con nuestras generaciones de los sesentas. Abogado de grandes asuntos y que siempre alzaba la voz contra los abusos del poder aunque no fuera patrocinador del caso.
Fue impensable la muerte del licenciado Carmona, amigo y vecino del Valle de Juárez, padre de una distinguida alumna y compañero de litigio por más de 20 años. Lo asesinaron por no pagar una extorsión de 10 mil dólares durante los primeros manotazos de los “cobracuotas”, que llegaron junto con los militares y su guerra contra el narco.
Toda la familia de abogados Escobedo: el padre, dos hijos, y un primo. A uno lo asesinaron los policías de Patricio Martínez porque lo confundieron con otro.
¡Hágame usted el favor!
Después mataron a los demás, nunca se supo quiénes lo hicieron ni quiénes lo mandaron.
Aquí le paro a la individualización, porque hay que recordar a los 15 defensores derechohumanistas que también perdieron la vida por la fuerza de la violencia.
Ninguno de estas personas trabajaba para los cárteles de la droga.
Los licenciados en Derecho que llevamos casos difíciles tenemos la sensación de que vivimos mientras no haya frente a nosotros quién quiera eliminarnos. Es una sensación de riesgo admitido, del cual ocasionalmente procuramos burlarnos con frases como “estoy bien porque estoy” o “mejor voy a volver a la escuela para estudiar para piloto de avión fumigador y vivir seguro”. Incluso, una persona muy admirada me dijo en la mañana “oye y si aprovechas ahora que están matando abogados para que pidas asilo, a lo mejor te lo conceden”.
Pero atrás de ese convivir con la muerte hay sobre todo una terrible realidad: la incapacidad de las autoridades investigadoras para encontrar a los asesinos de abogados en Juárez. Hay una taza de impunidad de más de 95 por ciento.
Pocos se sorprendieron al identificar al hombre que apretó el gatillo contra Urbina y Cordero, es uno de los sicarios más conocidos en la frontera, con siete ingresos y salidas de la cárcel en los últimos 5 años (en todas se benefició de trámites reservados para primo delincuentes). Su oficio era matar gente y andaba libre pero él sólo fue el obediente brazo ejecutor, júrenlo qué a los que ordenaron las muertes nunca los van a atrapar.
Pero seguimos estando obligados a declarar a los siete vientos (porque aquí los ventarrones vienen de siete direcciones) que las cosas en Juárez van mejorando. Aunque ya no para Chavita ni Cordero, mucho menos para sus familias, porque los abogados no tenemos ni Seguro Social.