Por Rolando Cordera Campos
La crisis de la igualdad, nos dice Pierre Rosanvallon, es un hecho social total y no sólo de ingresos, accesos u oportunidades. Es antropológica y, desde luego, moral e intelectual, y ha llevado al mundo avanzado y emergente, desarrollado y subdesarrollado, a trastocar sus conceptos básicos sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Sin salir al paso de estas tendencias que marcan ya al conjunto de la realidad humana, la democracia sufrirá graves trastornos hasta llegar a un agresivo cambio de piel: hablar de posdemocracia, como hacen algunos, se verá entonces como un eufemismo cínico más que como una proyección de la política en la era de la globalidad.
No hay duda que de llegar a coagularse, estas fuerzas ofrecen un panorama devastador en el cual tareas fundamentales y urgentes para la vida de la especie, como las que reclaman la modulación del cambio climático o el enfrentamiento de las pandemias, pueden no tener cabida. El quiebre de la trayectoria igualitarista, inaugurada al calor de la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX y afirmada como cultura y orden institucional en la segunda posguerra, no recoge sólo la revolución de los ricos de que habla Carlos Tello, sino los efectos de una gran transformación regresiva en los valores que articulan la convivencia moderna. Se linda, en todo el globo, con una anomia corrosiva que pone contra la pared el sentido mismo de la civilización como la hemos conocido y vivido.
En la encrucijada, sin embargo, se batalla y aquella célebre frase de Roosevelt resuena en todo el orbe: de lo único que hay que tener miedo es del miedo mismo. Y sin embargo, no se mueve y buena parte de Europa ha hecho del miedo política y de ésta, un recetario unidimensional en el que la austeridad se apodera de las mentes del poder y sus resultados pírricos se hacen caer sin clemencia sobre los trabajadores, los viejos y vulnerables, y los enfermos. Y como promesa, como zanahoria envenenada, un largo plazo inalcanzable que no se concreta nunca en el arribo a una situación mejor o menos inestable.
Se vive no sólo una época de cambios sino un cambio de época, ha dicho y redicho Alicia Bárcena para proponer desde la Cepal la igualdad como gran propósito articulador de dicho cambio. Asumiendo los panoramas ominosos que provienen del deterioro ambiental hasta hoy imparable, dicho discurso nos inscribe en un panorama de mutación civilizatoria cuyos flancos contienen escenarios de erosión natural y deterioro social desde los cuales no puede trazarse ruta alguna de futuro.
Pero esa es, por mal que nos parezca, una de las proyecciones más robustas de este presente crítico en el que la globalidad misma se pone en entredicho y su código neoliberal sólo parece capaz de mantenerse mediante el uso abierto de la fuerza y el chantaje económico y financiero. No hay para ello convenciones sobre el buen gobierno o el estado de derecho, mucho menos atención a los viejos consensos y acomodos que dieron al capitalismo no sólo estabilidad, sino credibilidad y legitimidad como forma de reproducción económica y cohesión social.
Nosotros no estamos fuera de este horizonte. Como comunidad imaginada hemos recorrido un trecho largo de cambios y tropiezos en pos de una modernidad nunca bien definida, y ahora vivimos no sólo la incertidumbre global sino una suerte de sospecha de que en algún recodo perdimos la ruta. Hemos puesto el reclamo social entre paréntesis y en su lugar se ha querido poner un reclamo democrático maltrecho cuya separación del primero cuestiona a diario su congruencia como discurso ordenador de la conformación y reproducción del poder constituido.
La legitimidad no se fortalece con la eficacia sin adjetivos y los actos de fuerza, por mucho que estén sostenidos en el debido proceso y sean eco del sentimiento popular, no abonan lo suficiente para reconstituir un poder estatal desmantelado por años de irresponsabilidad política y más de experimentos ilusorios con las relaciones sociales y económicas fundamentales. De aquí la insistente y rezongona pregunta que se hacen cada vez más mexicanos sobre el cambio vivido: cambio ha habido, sin duda, pero, ¿para qué?
Responder cuestiones como ésta es apremiante y tal vez un foro propicio pueda ser la convocatoria gubernamental a la participación democrática para formular el Plan Nacional de Desarrollo. Más allá de los pactos con que el nuevo grupo ha querido saldar heridas y sanar querellas, una deliberación en torno a lo que se quiere y los caminos para alcanzarlo puede llevar a la sociedad a una pedagogía política de gran aliento, como la que reclama la crisis global y la que es propia de nuestras desventuradas transiciones.
Claro, a condición de que la participación y la consulta se entiendan como eso, como episodios parte de una didáctica política y social mayor, y no como el resultado de unos cuantos teclados en el Ipad o la computadora. La palabra la tiene el Congreso, el gran ausente de los pasados ejercicios planificadores y, en realidad, poco presente en los momentos constitucionales que le corresponden, como el presupuesto o los impuestos.
Otro ejercicio en solitario en esta y materias similares no será sólo el tributo a una tradición autoritaria que, por lo visto, no pocos buscan reditar. Será la confirmación de que el orden constitucional se quedó sin madejas y que las instituciones que le dan cuerpo al Estado viven un extravío profundo que reclama cirugía mayor y no sólo adecuaciones.
El Estado eficaz pasaría al muy poblado inventario de lo imaginado… o de lo imaginario.
Fuente: La Jornada