Del pa-cho-ma, neologismo que introduce J.M. Valenzuela para llevarnos a recorrer cien años de choledad: el paso de los pachucos a los cholos y de éstos a las maras.
Por Gabriela Rodríguez
Recientemente se publicó la segunda edición del libro Las Maras, identidades juveniles al límite, serie de estudios coordinados por José Manuel Valenzuela, Alfredo Nateras y Rossana Reguillo (UAM/Colegio de la Frontera Norte/Juan Pablos Editor, México, 2013). Con epílogo post-mortem de Carlos Monsiváis, el conjunto de textos nos llevan a conocer la compleja y densa combinación de horizontes simbólicos y prácticas de las maras, las cuales se han extendido e inspirado múltiples movimientos de nuestra región.
Los rasgos violentos o delictivos de una parte de la mara adquirieron fulgurante notoriedad, en gran parte debido a la proyección de una imagen amenazante catapultada por los medios masivos de comunicación y figuras policiales. Las maras se integraron a una parte de los jóvenes inmigrantres que huyeron de la guerra civil en Centroamérica, niños y jóvenes expulsados encontraron en la urbe angelina alternativas de socialización, especialmente con mexicanos y chicanos organizados en barrios cholos y homies.
Se trata de un proceso histórico de continuidad entre movimientos transfronterizos, el pa-cho-ma, neologismo que introduce J.M. Valenzuela para llevarnos a recorrer cien años de choledad: el paso de los pachucos a los cholos y de éstos a las maras. Desde los años 30 del siglo pasado emergió la figura del pachuco, quien de forma estilizada y contundente epitomizó un estilo chicano que creció en ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos. El pachuco desafió al racismo y a sus sanciones contra quien utilizara el idioma español, marcó su cuerpo y sus calles, recreó el lenguaje y códigos propios. Fue después permeado por códigos de mafia y por redes del narcotráfico que se iban consolidando en Estados Unidos, los temibles jinetes de la vida loca, el entramado de cárcel, violencia, drogas y muerte han sido estrategias de sobrevivencia trasladadas a los barrios.
El pachuco devino cholo, homie, quien también se apropió de los barrios, tatuó su cuerpo y las paredes, pero también exhibió las marcas laborales expresadas en bandanas, paliacates y ligas, y recuperó la condición cabalística del 13, sus connotaciones asociadas: la M, treceava letra del abecedario, M de México, M de mariguana; más tarde será la M de maras. Los cholos se apropiaron de la tradición muralística que inició el movimiento chicano; en los años 60, 70 y 80 los cholos devinieron estilo popular masificado, además de mexicanos se integraron guatemaltecos, nicaragüenses, crecieron en ciudades de Estados Unidos, así como en el centro y sur mexicano. En la Escuela Belmont de Los Ángeles, muchos jóvenes se integraron al barrio 18, formando sus propias pandillas, entre las cuales destaca la Mara Salvatrucha, expresión que es signo de alerta, inteligencia o precaución.
En el escenario posterior al 11 de septiembre, las maras se convirtieron en la amenaza cómoda requerida para hacer creíble un supuesto peligro que acecha desde la frontera mexicana y centroamericana: hasta con Al Qaeda han querido vincularlos. Hay un hecho irrefutable: el actual incremento de las violencias sociales y de la inseguridad en la región del triángulo del norte centroamericano se explica por el avance del crimen organizado y sus giros, el narcotráfico, el secuestro, el robo de autos, la extorsión/el rentear, venta de armas y de seguridad, tráfico y robo de migrantes y trata de personas. Es la región más violenta del mundo, Guatemala tiene una tasa de 39 asesinatos por cada 100 mil habitantes, de 72 en El Salvador, 82 en Honduras, más de 10 veces el promedio mundial. Para allá vamos, desgraciadamente: en México la tasa de homicidios de 1995 al 2011 pasó de 9 a 24 por cada 100 mil habitantes, dice el Inegi.
En las maras se reproducen las desigualdades de género –explica el texto de Martín Íñiguez– la mayoría de mujeres ingresan a las maras por falta de comprensión y problemas con sus padres a diferencia de los chicos que deben aguantar palizas; a algunas les exigen acostarse con la banda como rito de iniciación; además, son utilizadas para espionaje y hasta para pagar fianzas de los compañeros con prostitución. Una encuesta a mareros de Guatemala encontró que la mayoría se declara religiosa, mitad católicos y 24 por ciento evangélicos, 27 por ciento sin religión, todos son alfabetos, no son niños de la calle, 61 por ciento está en la escuela primaria o secundaria, ése es el espacio de vinculación, aunque 39 por ciento abandona los estudios y 83 por ciento no trabaja. Para 55 por ciento su aspiración es estudiar y trabajar para 19 por ciento; 2 por ciento quiere formar una familia y 19 por ciento dijo no tener aspiraciones.
Las maras son un síntoma radical del malestar contemporáneo que viven en entornos miserabilizados, dirá Rossana Reguillo; la mara se instala justo en el vació de legitimidad y desde ahí desafía la legalidad, pero al hacerlo confronta una ausencia, no una presencia, una operación complicada y políticamente inconveniente.
Hay ocasiones en que la ausencia puede llegar a transformarse en incendio y hasta en un infierno deseable. Decía M. Ciorán que la tragedia del hombre es el conocimiento, cada vez que se toma conciencia de algo, el sentimiento se debilta. La construcción de las maras es también un producto de la hiperconsciencia, tal vez en eso estriba su tragedia.
Twitter: @Gabrielarodr108
Fuente: La Jornada