Por Epigmenio Ibarra
Ya antes de que el PAN fuera gobierno el debido proceso en México era poco menos que inexistente. La corrupción permeaba los cuerpos policiacos, los ministerios públicos, los juzgados. Justicia había solo para el que podía pagarla. Grandes criminales permanecían impunes y en libertad mientras muchos inocentes se pudrían en las cárceles. Nadie escuchaba a las víctimas de un delito y era frecuente que, a capricho de la autoridad, fueran señaladas como culpables de los mismos crímenes que denunciaban o habían sufrido en carne propia.
Nada cambió cuando Vicente Fox llegó a Los Pinos. Los abusos y torturas de los policías, la falta de rigor en las investigaciones de los ministerios públicos, el desaseo y la corrupción de la PGR, el rezago en el manejo de los asuntos en los juzgados y la corrupción atávica de los juzgadores continuó. Siguió siendo la norma la impunidad de los poderosos, la arbitrariedad de las autoridades, la indefensión de la población.
Con el caso de Florence Cassez y antes incluso con el caso de René Bejarano o el mismo desafuero de López Obrador, entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, el gobierno de Vicente Fox comenzó a valerse de la tv, ante la cual el guanajuatense se había rendido, para responder, con montajes, al generalizado reclamo de justicia y para enjuiciar mediáticamente y destruir así a sus adversarios políticos.
Engendró así, el panismo hecho gobierno, el huevo de la serpiente; de una serpiente que, a la postre, habría de devorarlo. Al ponerse de rodillas frente a la tv trastocó la relación entre el poder político y el poder mediático. De valerse de la tv, como lo habían hecho los gobiernos priistas, pasaron los panistas a servirla y de tal manera que le entregaron a los dos grandes concesionarios el control del país.
El apoyo crucial de la pantalla en 2006, para imponer a Felipe Calderón lo pagó caro el PAN, pero más caro lo pagamos los mexicanos; primero con la sangrienta y fallida gestión de este hombre también enfermo de megalomanía y adicto a la propaganda, y después con la imposición de Enrique Peña Nieto y el regreso del PRI, responsable de la impunidad y la corrupción que ha viciado la vida de este país.
En 2000, cuando millones de mexicanos pensaron que se iniciaba ya la transición democrática y se abrían, por tanto, nuevos horizontes, la ya de por sí maltrecha justicia mexicana comenzó un oscuro trayecto de la escenificación con Fox a la masacre con Felipe Calderón. En ambos casos los gobiernos panistas habrían querido resolver, por distintos métodos, en la pantalla lo que no eran capaces de solucionar ni en la escena del crimen, ni en el gabinete de investigación, ni en la procuración de justicia, ni en los juzgados.
A Fox le importaba sobre todo su imagen. A Calderón justificar, validar su guerra. Ninguno tenía el menor interés por la justicia, menos todavía por las víctimas. Les importaba “resolver”, anotarse éxitos para perpetuarse en el poder. No lograron ni lo uno ni lo otro. Por eso el crimen organizado creció tanto en ambos periodos, por eso se ha derramado tanta sangre en este país en los últimos años. Fox enjuiciaba y sentenciaba a los criminales —y también a sus adversarios políticos— en los noticiarios de la tv. Calderón simplemente ordenó su exterminio e hizo con el mismo cientos de miles de spots.
Ante la crisis de inseguridad —presagio de lo que vendría— que marcó el fin del primer sexenio panista, movido siempre por urgencias electorales, a Vicente Fox y a su poderoso comandante de la Agencia Federal de Investigaciones, Genaro García Luna, no se les ocurrió mejor manera de reaccionar que con un espectáculo televisivo trasmitido, simultáneamente, por las dos grandes cadenas nacionales.
No hace falta saber demasiado de la producción televisiva para darse cuenta de que esa “operación de intervención y captura”, presentada en los noticieros de la mañana, además de una ficción fue resultado de una minuciosa preparación. El desplazamiento hasta la escena del crimen de los equipos de producción y de trasmisión satelital, la coordinación con los grupos de asalto, la apertura de los espacios en la programación debió haber tomado horas.
Otro tanto debió haber sucedido con los enlaces y acuerdos entre Los Pinos, la AFI, las cadenas de tv. Mal lo planearon; peor lo ejecutaron. Jamás, por ejemplo, en una operación real se coloca el camarógrafo al frente del comando de asalto. Desde el principio les importaba un comino que el montaje fuera descubierto. Contaban con la credulidad del público. Apostaban al golpe de efecto y al enorme poder sumado de la Presidencia y los medios. Andaban buscando un héroe y García Luna encajaba perfecto en el papel.
Esa fue la plataforma de lanzamiento para que García Luna se volviera el hombre más poderoso en el sexenio de Calderón. La burla a las víctimas se volvió la norma y de ahí a criminalizarlas y al “se matan entre ellos” no había más que un paso, que el mismo Calderón se apresuró a dar. Transitó así la justicia en México de la escenificación a la masacre y con la compra de la Presidencia, por Enrique Peña Nieto, a su desaparición forzosa. Cassez se fue a Paris, Calderón a Harvard, García Luna a Miami, Peña Nieto está en Los Pinos y aquí seguimos millones, en las mismas, a merced de criminales y autoridades venales.
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