Por Javier Sicilia
Querido Humberto:
Aunque no nos conocemos personalmente, el adjetivo con el que me dirijo a usted es real y debe tomarlo en su sentido más profundo: usted, Humberto, se ha convertido, bajo el peso de la desgracia que se ha adueñado de nuestro país, en un hermano más en el dolor, en alguien muy querido y muy amado en esa comunidad de los que sufren.
Cuando supe del asesinato de su hijo José Eduardo, mi corazón se quebró, como no ha dejado de quebrarse cada vez que sé del asesinato o de la desaparición de alguien; cuando lo vi por la televisión en el funeral al lado del dolor de su familia, las lágrimas inundaron mis ojos. Usted ya no era el exgobernador de Coahuila, el expresidente del PRI, el político famoso y controvertido; usted era yo, y su familia, la mía; era cada uno de los padres, madres, hermanas, hermanos e hijos que no he dejado de abrazar y me han abrazado en medio de esta tragedia sin fin; era, junto con los suyos, el rostro desolado de las víctimas: un ser humano desfigurado, reducido a una pura cosa por la imbécil desmesura de la ambición y de la fuerza que destruyó la vida de su hijo, como destruyó la del mío y la de tantos hijos e hijas de otros padres. Desde entonces no he dejado de abrazarlo, a usted y a su familia, en mi corazón.
La comunidad de las víctimas, usted lo sabe, usted lo experimenta con todo el dolor, carece de ideología. Su rostro es el de la derelicción, el de la desdicha. No encuentro otras palabras para definir ese estado que el del desarraigo de la vida, una especie de muerte atenuada que, dice Simone Weil, se hace presente en el alma por la aprehensión de un extraño y profundo malestar físico que se parece al dolor extremo pero que no es dolor, sino sufrimiento, desdicha, una especie de abandono y de desamparo total que nos hacen buscar el consuelo de los seres humanos y la justicia.
Usted, querido Humberto, al igual que yo y que otros –muy poco, por desgracia– hemos tenido consuelo y justicia. Sin embargo, hay miles que no los tienen. Una horrenda injusticia que habla de las omisiones y complicidades del Estado, que carga a sus espaldas el 95% de impunidad, hace que sólo algunos –aquellos que tenemos el privilegio absurdo de una visibilidad social– podamos acceder a ellos. Hace unos días, una víctima cuyo hijo desapareció hace un año en Nuevo León y que no halló justicia, porque nadie en el Estado ha seguido su caso como se ha seguido el de nuestros hijos, se encerró en su departamento y se dejó morir de tristeza. No le dimos el amor, la esperanza y la justicia que necesitaba. Eso, querido Humberto, no podemos ni debemos aceptarlo. La justicia y el consuelo deben ser para todos, porque todos merecemos el mismo amor, la misma justicia, la misma solidaridad. Es lo mínimo que nos debemos como seres humanos, y es lo mínimo que debemos exigirle a una sociedad y a un Estado.
Sé, sin embargo, querido Humberto, que no hay justicia ni consuelo alguno que puedan compensar la desdicha –por eso el Cristo resucitado lleva las huellas del mal en su cuerpo–, pero sé también que en esas oscuridades a las que el mal nos arrojó no podemos –a menos que aceptemos el infierno– dejar de amar y de saber que hay consuelos y justicias que les debemos a otros y que por ese amor desdichado –que es nuestro único vínculo con Dios, con nosotros mismos y con nuestros prójimos– tenemos que cumplir y hacer cumplir.
Usted y yo tenemos un hijo asesinado. Pero hay miles que claman por la justicia que se les debe a ellos y a sus hijos o padres o esposos o esposas asesinados; hay otros miles más que los tienen desaparecidos y que no encuentran siquiera la justicia de saber su paradero. No quiero comparar –a estos niveles de la desdicha no existen comparaciones–, pero los padres y las familias de los desaparecidos viven una injusticia peor. Usted y yo tenemos la respuesta completa: sabemos qué les pasó a nuestros hijos, recuperamos sus cuerpos, los honramos, los lloramos y obtuvimos justicia –en mi caso aún no plenamente; todavía faltan las sentencias–. Pero esas víctimas no saben si sus familiares viven o están muertos; si viven, dónde están y cómo están; si están muertos, qué les sucedió y dónde están sus cuerpos. Las he oído y visto clamar, aullar, gritar, luchar; las he acompañado en “la tortura de la esperanza”.
Por ese sufrimiento que nos hermana ahora, le pido que tome al lado nuestro el camino de la justicia y de la paz. Usted, en medio de su dolor, y si no deja de amar –le suplico que nunca deje de amar, de orientar su alma hacia el amor–, puede hacer mucho por esa realidad ausente que desde hace más de año y medio el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) se impuso construir.
Quizá no podremos hacer un México en donde no haya muertos y haya una justicia plena, pero podemos contribuir a que otros padres y otros hijos no sufran lo que usted, yo y nuestros hijos sufrimos, a que los familiares de desaparecidos recuperen a los suyos, a que la justicia se cumpla en mayor medida y la paz vuelva a la vida de la patria. El amor, querido Humberto, es el único punto que tenemos para orientarnos en medio del desastre.
Desde allí, no dejo de abrazarlo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.
Fuente: Proceso