Por Javier Sicilia
Hace nueve meses, el 26 de septiembre de 2014, vieron, con la esperanza y la alegría de cualquier padre, partir a sus hijos a sus tareas diarias. Hace cuatro años, el 27 de marzo de 2011, a 200 kilómetros de Ayotzinapa, yo también vi partir al mío y a sus amigos. Ni los suyos ni los míos volvieron. A mis muchachos los secuestraron, los torturaron y los asesinaron con la vileza con la que desde hace muchos años se asesina en este país. A los suyos, los desaparecieron y, con la crueldad y el cinismo que desde hace muchos años el Estado y sus partidocracias estilan ante el horror, construyeron una absurda verdad histórica que no aceptamos, porque no aceptaremos nunca que se asesine ni se desaparezca a nadie. Aceptarlo sería aceptar un totalitarismo de nuevo cuño donde el poder del Estado y el dinero de los grandes capitales del crimen transforman el país en un rastro humano de altos rendimientos económicos. Por eso salimos a la calle. Por eso señalamos al Estado como el responsable supremo de este espanto. Por eso recorrimos el país y el extranjero. Por eso sentamos a los poderes en una mesa. Por eso llamamos al boicot electoral.
La desaparición de sus hijos es en sí misma espantosa. No voy a hablar aquí de ese dolor inmenso e inabarcable que llevamos en nuestra carne, que no tiene palabras, que hemos compartido en nuestros abrazos y nuestro llanto, que nos excava diariamente haciéndonos sentir, en medio de nuestra lucha por la justicia, baldados del alma, seres que traen la muerte y la ausencia consigo. Quiero hablar de otra cosa que, en sustancia, tiene que ver con eso, y que a nueve meses de la tragedia puedo, en mi condición de víctima, decir.
Desde que sucedieron sus tragedias personales me ha preocupado que ni ustedes ni las organizaciones que los acompañan directamente hayan abrazado, en el dolor de sus 43 hijos desaparecidos, el sufrimiento de las víctimas de toda la nación, y que a partir de allí no hayan buscado una unidad nacional para proponer un programa político-económico mínimo que en un mediano plazo nos permita encontrar un política de justicia, de seguridad y de paz que deje de producirlas y que pueda salvar la vida democrática de la nación.
Yo sé que el dolor de las víctimas es tal que las hace creer que su dolor es el único y que la justicia que reclaman es también única. En la experiencia subjetiva lo es. Pero no en la realidad de un país que las produce –pese al ocultamiento del Estado y de las partidocracias– casi de manera exponencial. El sufrimiento de una víctima anónima es el mismo –quizá peor por su condición de soledad e indefensión– que el de las víctimas que logramos visibilizarnos y encontrar un camino de lucha. Por ello es justo hacer de nuestra visibilidad y de nuestro dolor la visibilidad y el dolor de todas las víctimas de la nación. Detrás del asesinato de mi hijo y de sus seis amigos estaban muchas masacres aparentemente aisladas –Acteal, San Fernando y el incendio de la Guardería ABC…–, así como muchos muertos y desaparecidos anónimos y criminalizados (40 mil y 10 mil en ese entonces). El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), que nació de esa tragedia, las visibilizó a todas y propuso un programa de seis puntos que muy pocos entendieron. Detrás de sus 43 hijos están de una manera exponencial las muertes de mi hijo y sus amigos, a las que el MPJD visibilizó, y las de Tlatlaya y Michoacán, y otros cientos de miles de víctimas anónimas. La frialdad estadística las reducen a 42 mil desaparecidos y a 150 mil asesinados de 2006 a 2014; de estos últimos, hay 55 mil 325 en este sexenio. Pero ustedes no las han tomado consigo, por desgracia. Han reducido la tragedia a 43, olvidando que sus hijos, que tanta falta nos hacen, son, en el infierno de México, el rostro y el sufrimiento de todos esos cientos de miles que el Estado no protege y quiere enterrar, junto con los 43, en las fosas comunes del olvido de la “verdad histórica” y de la imbecilidad del “Ya supérenlo”. Con ello también, por desgracia, no han logado entender que todo ese dolor que crece es la desgarradura y la emergencia de una nación que clama por un programa político-económico que transforme el infierno en un mundo justo, digno, en paz y democrático.
Ustedes, queridos padres, son desde hace nueve meses la punta del iceberg no sólo de este infierno que no termina, sino de la criminalidad de un Estado y sus partidocracias que en su proyecto inhumano continúan reproduciéndolo y administrándolo. Son, por lo mismo, la punta de la flecha que debe convocar nuevamente a todas las víctimas del país y, a través de ellas, a la creación de un Frente o Comité de Refundación Nacional que, creando una mínima agenda, pueda devolvernos no sólo a todos los desaparecidos, sino, junto con ellos, a la justicia y la democracia que han asesinado en nuestros hijos.
No se encierren en sí mismos. Es lo que quieren el Estado y los criminales. Saben que allí radica su debilidad y la posibilidad del olvido al que nos quieren arrastrar a todos para reinar en un mundo de miedo y de muerte. Su tarea es inmensa: llamar a la refundación nacional.
Desde mi dolor, que es el suyo y el del país, los abrazo, y abrazo a sus hijos siempre.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso