Por Adolfo Sánchez Rebolledo
En unas cuantas semanas hemos sido testigos de importantes cambios en el escenario político nacional. La asunción a la Presidencia por Enrique Peña Nieto, seguida del mayor activismo legislativo de los últimos tiempos gracias al Pacto por México, suscrito inesperadamente al comenzar el nuevo gobierno; el arranque del proceso que llevará al lopezobradorismo a construir un partido con registro legal; la llamada de atención del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, son datos que ilustran hasta qué grado la geografía política está modificándose, luego de los 12 años de administraciones panistas.
La primera alternancia, políticamente sustentada en el antigobiernismo silvestre de las clases medias, capitaneadas por los nuevos grupos de poder, le dio al PAN la oportunidad histórica de presentarse como el súmmum del proyecto democrático, pero los hechos probaron que su visión del país no era sino el espejismo creado por el antipriísmo a la luz de las ideas de la revolución conservadora en curso. Ahora el PAN se desfonda sin saber dónde está su razón de ser. Tarde para volver al principismo anacrónico del pasado y muy pobre políticamente para eludir la condición de acompañante subsidiario que su posición le asigna ante las reformas estructurales liberales. A final de cuentas, el PRI hizo suyo el programa de la derecha y lo llevó a la práctica sin perder de vista el objetivo presidencialista. Canceló los vestigios del antiguo programa nacional popular que la modernización a toda costa sepultaba y tras una breve e indolora travesía por el desierto resurgió, favorecido por los poderes fácticos que, en teoría, lo habían abandonado. Y aquí estamos.
Más que la restauración del viejo régimen de la revolución institucionalizada, estamos, quizá, ante el intento de recrear un régimen presidencial fuerte –eficaz lo llama Peña Nieto–, aceptable en términos de sus conexiones vitales con el sistema global capitalista y su reproducción sin trabas, sin romper de golpe con los tópicos de la cultura política dominante. Para conseguirlo, el nuevo gobierno ensaya una reinterpretación burdamente neutral del discurso oficial, a la manera de un guión mediático que no se rasgará las vestiduras para hablar del pueblo como en el pasado nacionalista revolucionario ni, tampoco, cometerá el error de repetir como un loro las autosatisfechas consejas de la normalidad democrática del foxismo-calderonismo. Por el momento, la unidad nacional se concentra en la sopa cocinada para satisfacer el listado de temas recogidos en el Pacto por México, algunos indispensables y otros discutibles, como es natural. Y todo ello sustentado en una premisa: las masas, los ciudadanos, quieren resultados visibles e inmediatos en cuestiones que, por cierto, habrá que ver cómo se encaran una vez que pasemos de las generalidades a las acciones concretas de la autoridad. Lo demás, es decir, el futuro del país, se resolverá, pragmatismo de por medio,moviendo a México, como si las palabras (y el acuerdo plural y multiclasista) tuvieran un efecto mágico sobre el mundo real. Según esa lógica, que no es simple improvisación como sí lo era la fraseología calderonista, los mexicanos devienen el sujeto, la nación reunificada bajo el ojo avizor del Poder que vigila los Compromisos, ese manual de navegación que numera los milagros por venir. (Ya veremos con la reforma fiscal y la energética, aunque la educativa tiene filones que se verán pronto en las leyes reglamentarias.) Sin embargo, en contra del optimismo acrítico de estos días, existe el temor de que el signo de buena voluntad expresado por panistas y perredistas no sea más que la expresión de su propia debilidad política, cuya manifestación más patética es la competencia interna dentro del PRD para ver cuál de las corrientes en pugna se queda como el mejor (o verdadero) interlocutor del Ejecutivo. Algo así como el intento de entrar al cuarto de máquinas de las reformas sin pasar antes por la aduana del Congreso que, al final, subsiste como instancia aprobatoria, siempre ajustada a la relación de fuerzas existente.
Configura la escena la izquierda que hoy se halla en un proceso de fragmentación que, voluntarismo aparte, le resta fuerza, aunque muchos se sienten cómodos, pues ven en ello signos de madurez de cara a lo que viene. Y, sin embargo, solo de allí, de la disputa por las ideas, puede emerger un proyecto con arraigo social, votado en las urnas pero nutrido en la acción cotidiana, organizada, de millones de mujeres y hombres que viven de su trabajo, cuidan a sus familias y aspiran a que sus hijos compartan el medio natural alejando las catástrofes que lo amenazan. Ellos quieren un México próspero, culto y laico, capaz de abrirse al mundo para enriquecer su identidad sin sacrificar lo mejor de su cultura. Y eso exige empleo, salud, protección a los niños y ancianos, justicia, derechos (no limosnas), reconocimiento y respeto a los indios, a las minorías que sufren la discriminación por razones religiosas, políticas o culturales. Si la prioridad de un nuevo régimen es la de abatir la desigualdad, dicha tarea no será posible (al menos, democrática y pacíficamente) sin una profunda redistribución del ingreso, que implica mayores impuestos a los que obtienen los mayores beneficios, obturando, además, las vías de la corrupción por las que fluyen a manos privadas riquezas públicas. Será el momento de decir qué queremos del Estado y si seremos capaces de darle a la cuestión social el lugar estratégico que aun bajo los cantos contra la pobreza se le escatima.
Fuente: La Jornada