Por José Carlos García Fajardo
En el Reino Unido, el Gobierno se comprometió a analizar el uso de indicadores subjetivos de bienestar, según lo sugieren Stiglitz, Sen y Fitoussi. Bután es un pequeño país de Asia que se dio a conocer en los ambientes académicos por haber integrado los subindicadoresque constituyen el Índice Nacional Bruto de Felicidad en todas sus decisiones de políticas públicas.
Pero el estudio económico de la felicidad está en pañales porque depende de muchas circunstancias no económicas: psicológicas, sociales, políticas, culturales, religiosas. Es una medida deficiente. No toma en cuenta la producción ni las satisfacciones que se producen fuera del mercado: en la familia, en el trabajo voluntario, en las comunidades indígenas. No toma en cuenta el desarrollo social, intelectual y moral. Ni la destrucción ecológica que se contabiliza como aumento del PIB. No toma en cuenta que la misma cantidad (digamos, cien dólares) produce más y satisface más en la pobreza que en la abundancia. Ni que se puede sentir uno más feliz con menos.
Escribe Gabriel Zaid que, en una zona rural, una empresa sustituyó el salario fijo por un sistema de incentivos que permitía ganar más produciendo más. Inesperadamente, cayó la producción. Los campesinos ajustaron su rendimiento para ganar lo mismo en menos tiempo y salir antes. Esta “anomalía” puede observarse también en el caso de algunas mujeres que prefieren más tiempo para su familia que un trabajo más absorbente, aunque esté mejor pagado. Y en los que prefieren ganar menos si los impuestos suben demasiado.
Tales datos pueden ser complementarios, pero no reemplazan a los datos objetivos.
Y como anécdota, cuenta Zaid el problema que tenía una encuesta donde resultaba que los mexicanos de abajo estaban más contentos que los de arriba. Si los de arriba están descontentos, los de abajo tendrían que estar a punto de estallar.
Una característica de las elites mexicanas parece ser que están bien, pero se sienten mal. Es algo respetable, en cuanto implica un sentimiento de solidaridad; pero nocivo si estorba para entender la realidad. El paternalismo ignora las necesidades sentidas desde abajo. Trata de imponer su propio modelo de felicidad, porque no puede creer que se pueda ser feliz de otra manera. Generosamente, atribuye a todos sus ambiciones: posgrados y puestazos.
Kahneman y Krueger fijan la base analítica para medir el bienestar subjetivo en el hecho de que a menudo las personas se desvían de los estándares del “agente económico racional”. Tomar decisiones incoherentes, no actualizar las creencias ante la evidencia de nueva información, rechazar intercambios beneficiosos: todos estos comportamientos van en contra del supuesto de racionalidad que implica traducir la conducta observada en una teoría económica de preferencia revelada. Si el vínculo asumido entre los datos observados y las preferencias reales es tenue, se debilita el argumento que defiende el uso de datos objetivos únicamente, lo cual deja más espacio para considerar también datos subjetivos.
Stiglitz, Sen y Fitoussi (2009) adoptan el bienestar subjetivo como uno de sus tres enfoques conceptuales para medir la calidad de vida. Destacan que este enfoque mantiene fuertes vínculos con la tradición utilitaria, aunque también tiene una connotación más amplia. No obstante, las mediciones subjetivas de la calidad de vida no tienen una contrapartida objetiva. Por ejemplo, no existe ninguna medición observable de la felicidad, mientras que la inflación puede medirse como inflación real o inflación percibida. Los autores señalan además que los enfoques subjetivos permiten distinguir entre las dimensiones de calidad de vida y los factores objetivos que las definen.
Las mediciones subjetivas también presentan inconvenientes. Son de naturaleza ordinal y con frecuencia no son comparables entre diferentes culturas y países, ni se mantienen estables en el tiempo. Puede entonces resultar engañoso utilizar indicadores subjetivos como la felicidad como único o principal criterio para la formulación de políticas. Sin embargo, si se los mide y utiliza adecuadamente, tales indicadores pueden ser un valioso complemento a los datos objetivos al momento de formular políticas, en particular a nivel nacional.
Un importante indicador subjetivo de bienestar que puede recabarse de las encuestas es la satisfacción general con la vida, valorada según una escala del 0 al 10. En los datos correspondientes a 149 países, el promedio de satisfacción con la vida a nivel mundial se ubica en 5,3 (véase el cuadro), con un mínimo de 2,8 en Togo y un máximo de 7,8 en Dinamarca.
No resulta sorprendente que la satisfacción con la vida sea superior en países con mayor desarrollo humano.
Lo de Bután suena bien, sobre todo para quienes no han estado ni conocen la realidad de ese país.
* José Carlos García Fajardo. Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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