Salieron de los rincones borrosos del mapa nacional donde la gente se acostumbró a no esperar nada del gobierno. De pie, apretujados en la caja de las camionetas de redilas que los transportan –las mochilas sobre la espalda, morrales cargados con totopos, machete al cinto–, llevan la mirada fija en el horizonte, en la carretera, en su siguiente misión: Recuperar a los suyos, a los estudiantes normalistas que desaparecieron aquí tras ser detenidos por policías municipales y entregados a narcotraficantes.
“Vamos a ir a buscar casa por casa, centímetro por centímetro hasta encontrar a todos los jóvenes desaparecidos. No tenemos idea de donde están pero los buscaremos en barrancas, cerros, donde sea”, anuncia al entrar a esta ciudad el campesino Crisóforo García Rodríguez, promotor de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), sinónimo de las policías comunitarias indígenas, las autodefensas creadas por el pueblo para proveerse su propia justicia.
“Ya dijimos: si nos tocan a un hermano, vamos todos por él”, dice el hombre de pelo cano cuando el automóvil en el que viaja con sus compañeros es obligado a detenerse en un retén policiaco a la entrada de la ciudad. Los policías no son los municipales que los detenían, “levantaban”, amenazaban o golpeaban a su antojo a los automovilistas; estos pertenecen a la nueva gendarmería que vino en su reemplazo cuando estalló el escándalo de los policías al servicio del narco.
La caravana de automóviles y camionetas abarrotadas de almas hasta el último centímetro es nutrida por representantes de los 17 municipios donde opera la UPOEG, quienes llevan en la mente fija una idea: Si “el gobierno está ciego” y no puede encontrar a los estudiantes, nosotros sí.
Así lo dice el campesino convertido en investigador Alfonso Castro Ramírez, tío del normalista Leonel Castro Abarca, de 19 años de edad, quien pisó Iguala el 27 de septiembre cuando la policía municipal y sicarios de Guerreros Unidos dispararon contra los estudiantes. Jamás volvió a saberse del joven moreno –cara alargada, nariz ancha, pelo de cepillo– que luce serio desde la fotografía tamaño infantil del afiche con el de los otros 42 compañeros no localizados. La mayoría de recién ingreso, con sólo dos meses en la Normal Rural de Ayotzinapa.
“Vinimo a apoyar a los jóvenes, vinimo a buscarlo con toda la gente. Rastreando, caminando, porque seguramente la gente no los ha buscado en el campo. No les interesa porque los policías no tiene capacitació”, dice el campesino quien calza sus huaraches de suela de llanta y pellejo de vaca, los más cómodos para emprender una larga búsqueda.
De su mismo pueblo, Los Magueyitos, municipio de Tecuanapa, viajan también los primos Felipa Santos y Rosalío Castro Santos, tíos del normalista Saúl Bruno García. Ellos llegaron de avanzada, esperan que hoy se les una más familia.
“Bruno quería superarse como todos los que estudian, buscando una mejor superación de vida”, dice Chalío, tío del muchacho ausente, quien hace notar que la última vez que lo vio en la comunidad los notó apagado por la carga de trabajo que tenía que soportar como novatada en la escuela a la que acababa de ingresar. La única diseñada para pobres.
–¿Dónde podría estar su sobrino?
–Podría ser que lo movieron a otro estado, a Morelos o más lejos. Esperemos que los encuéntremos y los regrésemos con bien– comenta el joven tío en la explanada de la preparatoria 32, donde se improvisó un albergue para los cientos de personas –casi todos hombres— que integran el grupo de rescate.
–Venimos en paz, pero si ellos no están en paz entraremos armados—agrega su prima Felipa, sonriente.
–No—corta él en seco, como contrariado—: Eso le toca al ejército, nosotros vinimos civil.
El tío Alfonso recuerda las ganas de estudiar que tenía su sobrino, sus esfuerzos para seguir con sus estudios, a pesar de la pobreza. Ha escuchado en las noticias que los normalistas fueron emboscados por patrulleros de la policía y desaparecidos. Que fueron halladas seis fosas comunes con cadáveres (no tiene claro que son 28). Que las familias fueron citadas para tomarse muestras de ADN en Chilpancingo y contrastarla con los restos.
“No hay nada (de él), no llama. Estábamos a la espera. No sabemos si está en el monte huyendo, si tiene miedo, pué. O una de dos: una parte dice que a lo mejor no viven y se echan a pensar por qué habían matado eso policía a eso 11 secuestrado”.
Los demás lo corrigen; los cuerpos encontrados son más.
De Zalpatlahua, mismo municipio, llegan seis enviados para buscar a los cuatro estudiantes que les faltan: Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Marcial Pablo Baranda, Jorge Luis y Dorian González Parral, “eran de los que le echaban ganas al estudio porque querían sobresalir”, acota el comisario ejidal Saturnino Pablo Rosas.
“Si Dios quiere venimos a dar seguimiento a la búsqueda hasta encontrarlos”, dice un ejidatario anotado para el rescate.
A la llegada de la caravana que pasó por Chilpancingo a esta ciudad comienzan a aparecer bardas y puentes pintados con el tricolor de la bandera. A la entrada, uno de los puentes indica: “Iguala de la Independencia”. Debajo la pinta: “Masiosare un extraño enemigo profanar con sus plantas su suelo”.
Más adelante un anuncio espectacular promueve al sol azteca, con el lema: por una vida mejor. La publicidad pierde sentido horas después de que el dirigente nacional del partido, Carlos Navarrete, vino a pedir perdón por poner a un alcalde (José Luis Abarca, hoy dado a la fuga) que todo mundo sabía andaba en malas compañías y que entregó a la policía al crimen organizado.
La autoridad encargada de revisar que ninguno de los campesinos entre a la ciudad con las armas que utilizan en las comunidades para procurar seguridad a su pueblo, es la policía estatal.
–Estamos haciendo una inspección en cumplimiento con la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos, les pido abra su cajuela, por favor—dice amable un policía a los comunitarios, al momento de pedirles que desalojen los coches para inspeccionarlos.
–Ahí traemos a unos compañeros—explica el conductor mientas se dirige a abrir el baúl. Del automóvil compacto sale un número insospechado de personas que, como pueden, se desdoblan, bajan, toman aire, se desentumen.
–Adelante, caballeros—dice el policía después de la rápida esculcada en busca de armas–, pueden continuar su camino.
Antes de continuar un policía se acerca y les dice en voz baja ‘ánimo, cuídense’.
Para llegar a Iguala algunos tuvieron más de 15 horas de carretera –como los de Cruz Quemada, Tecoanapa, que salieron a las tres de la madrugada y comienzan a ver la silueta de la ciudad de su destino hasta las seis de la tarde.
“Venimos como movimiento civil, como ciudadanos –explicará Crisóforo García en el discurso de bienvenida a los compañeros– si la gente de este u otro municipio quieren aprender de los policías ciudadanos podemos enseñarles cómo nos defendemos los pueblos”. Siguen aplausos, algunos vivas.
Menciona que en ese municipio ocurren secuestros, cobro de cuota, violaciones. Ofrece la experiencia de la organización para cuidar al pueblo. Alguno de entre el público se ufana que incluso expulsaron de sus territorios al grupo de narcotraficantes “Los Pelones”. Pero no todos están concuerdan con que realmente lo lograron.
Muchos de los que integran este equipo de búsqueda exploraron desde hace casi dos décadas una manera propia de hacer justicia: crearon leyes, tribunales, cárceles, medidas rehabilitatorias y penas acordes al daño.
Crisóforo García hace una advertencia reiterada: que nadie ande solo, que no se separen, que el peligro acecha afuera de la escuela preparatoria donde habilitan un improvisado albergue y les ofrecen café con pan dulce y una torta.
Y anuncia: “Vamos a quedarnos hasta que los encontremos, como los encontremos”.