El relato fantástico inspirado en los mezcales fue tomado en cuenta por la PF. Desde que se involucraron en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los comunitarios de la Upoeg andan a la caza de pistas donde puedan encontrarlas.
Por Víctor Hugo Michel
Esa madrugada del miércoles pasado el sicario ya había bebido los suficientes mezcales para comenzar a fantochear.
—Nos los llevamos a la Cueva del Diablo. Matamos a los más bravos y a los otros los tenemos ahí —balbuceó frente a sus compañeros, un grupo de tipos de mala pinta.
En la mesa de al lado, un cliente solitario aguzó el oído para agarrar todos los detalles del relato. Había mucho que escuchar: la lengua se le había soltado al matón a sueldo en esa cantina de poca monta de Iguala, donde más de uno sabe que es de sentido común callar para mantener la cabeza pegada a los hombros, aún ahora, con la ciudad tomada por los federales. Pero nuestro sujeto, aceitado por los mezcales, descartó toda regla de discreción. O dijo lo que sabía, o comenzó a imaginar cosas.
—Los subimos a dos camiones de pescado y luego nos los llevamos en lanchas por el Balsas. Tenemos vivos a la mitad en la cueva —contó. Sus compañeros escuchaban atentos.
El sicario, o quien quiera que fuera, decía trabajar para los Guerreros Unidos. No era —y quedaba muy claro— un tipo prudente, menos con la guerra que se ha desatado con Los Rojos y con agentes de inteligencia por todos lados. Vaya, medio Cisen se encuentra en el estado. Pero con solo una botella encima acababa de soltar la sopa a sus amigos de farra. Dio varios detalles: la noche del 26 de septiembre balearon a tres en Iguala y luego tomaron camino hasta la presa El Caracol de madrugada, en una carretera que serpentea entre la montaña y que termina casi junto al agua. Después de transportarlos en lanchas río abajo, a los muchachos se les había hecho marchar en fila india en la selva. No todos llegaron. Algunos murieron asesinados en el camino, sus cuerpos fueron lanzados por la borda.
El relato seguía con más detalles. La cueva en la que los tenían retenidos estaba a una hora y media en barco de Acatlán, en una localidad conocida como Acatlancillo, cerca de una cascada sin nombre. Más de la mitad de los normalistas seguían ahí, atrapados, bajo la custodia de una recua de narcos.
—Están vivos —insistió el sicario.
Y así, de súbito, el secreto mejor guardado de México se ventilaba en un bar, escapándosele a un tipo con tragos de más. A unos metros, en la mesa contigua, el cliente de oídos agudos, que en realidad era un policía comunitario de la Unión Popular de Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg), dio las gracias a la mesera, pagó su trago y regresó a su campamento con la primicia.
En la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, un misterio que ha desafiado al Estado mexicano y al gobierno federal durante más cuatro semanas, había un nuevo, aunque poco probable y hasta disparatado rastro. Pero la desesperación lleva a buscar en donde sea. A las fosas de Iguala, las de Cocula y los huesos sumergidos en el río San Juan se añadía la pista más extraña hasta el momento.
Invención o no, el relato fantástico fue tomado en serio en varios niveles, incluidos los oficiales. Abría la posibilidad de hallar con vida a estudiantes que hasta entonces habían sido buscados en pretérito, solo en fosas. Se trataba de algo tan sencillo como esperanza, de aquello que si no existe es reemplazado por la muerte, según define el antropólogo Michael Taussig.
“Sin la esperanza lo que queda es la muerte. La muerte del espíritu. La muerte de la vida, donde ya no hay sentido de regeneración o renovación”, sostiene.
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La Upoeg lleva un mes de trabajos casi heroicos. No vuelven a casa desde septiembre. Nadie les paga y tienen que racionar la gasolina. De día mal comen y de noche, cuando pueden, duermen en un campamento en el zócalo de Iguala. Son como sabuesos alocados: andan por brechas y sierras donde nadie en su sano juicio se metería y en ese trajín han descubierto varias fosas con cuerpos. Han sido más eficientes que muchos criminalistas entrenados.
Pero comienzan a sufrir el desgaste de la búsqueda. Su ropa se ve sucia. Sus vehículos lucen más destartalados y polvosos de lo habitual, que ya es decir mucho. Encima, varias esposas están sumamente molestas por la larga ausencia de sus hombres, que hace cuatro semanas se fueron a tratar de encontrar a los jovencitos de Ayotziarmados de machetes e imbuidos de un primordial sentido de justicia.
“Mi esposa me regañó el otro día, que cómo es que dejaba a mi familia, que me ponía en riesgo, que los ponía en peligro y yo le dije ‘¿y a la familia de esos chicos, qué? ¿A ellos quién los ayuda a encontrar a sus hijos?’”, dice Lucas Pita, un igualteco que dejó todo por ir a la búsqueda de los normalistas. Es una opinión ampliamente extendida entre sus compañeros. “Vamos a encontrarlos vivos”, promete Crisóforo García, uno de los comandantes.
Pero no han encontrado nada. O lo que han hallado —en las fosas de Iguala—, aún no ha sido plenamente identificado. En tanto, con el paso de los días las provisiones ya comenzaron a escasear. “Ojalá nos comiencen a apoyar los empresarios con gasolina. Es muy difícil trasladarnos de una comunidad a otra todos los días”, sostiene Lino Ponce, asistente de Bruno Plácido, líder y creador de la policía comunitaria guerrerense, que desde hace casi dos años mantiene su propia guerra contra la delincuencia organizada en varios municipios de Guerrero.
Desde que se involucraron en el caso de los normalistas de Ayotzinapa, los comunitarios de la Upoeg andan a la caza de pistas donde puedan encontrarlas, como todos unos detectives tropicales. Cualquier dicho, cualquier rumor, es digno de ser revisado. Una fosa en el cerro: hay que ir. Una casa de seguridad en el pueblo: hay que revisarlo. Ropa en la montaña: puede ser de los chicos. “A estas alturas hay que descartar toda posibilidad”, dice don Migue, uno de los líderes de la columna estacionada en Iguala, donde han establecido una base de operaciones. Se trata de un campamento de casas de campaña al que a diario llegan datos y versiones.
Fue así como esta semana les llegó el rumor de la Cueva del Diablo y una misión se organizó al Nuevo Balsas, en uno de los confines más remotos de Guerrero, en la presa de El Caracol. El dato les resultó tan interesante que los comunitarios se acercaron a la Gendarmería, que por estos días ya está en Guerrero, con una petición:
¿No prestan algunos hombres y helicópteros para ir a la cueva?
La Policía Federal, tan hambrienta y desesperada por encontrar pistas como la UPOEG, dijo sí.
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Muchos lugares tienen su cueva del diablo. Son sitios que se prestan al mito y que generalmente involucran a un demonio que habita en su interior, donde lleva almas robadas. Una interpretación antropológica dicta que la caverna inconscientemente es asociada con una entrada al inframundo y, por ende, con la maldad. De ahí la replicación del mito en varios estados y países. En Iztapalapa hay una. En Mazatlán, otra. En Veracruz hay al menos dos. Alemania tiene la suya. Hay en Florida, Bulgaria, Brasil, Japón y Australia.
En Guerrero hay dos. La que nos atañe y que de alguna manera se filtró al tema Ayotzinapa, se encuentra cerca de Nuevo Balsas, a unos 30 kilómetros de Cocula, donde la Procuraduría General de la República realiza peritajes en un tiradero a cielo abierto y en el río San Juan. En ambos han sido hallados restos óseos y osamentas.
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El jueves pasado, eran las 12 del día y una larga columna de gendarmes y comunitarios esperaba en el embarcadero de Nuevo Balsas a que un helicóptero Blackhawk terminara las labores de reconocimiento en el área circundante a la Cueva del Diablo. Los federales iban armados hasta los dientes. La Upoeg llevaba varas y machetes.
Formados junto a los botes, los gendarmes escucharon la advertencia de su comandante. “Hay que estar precavidos”, les dijo. “No hay condiciones en esa zona. Hay mucho plantío de mariguana y amapola”. En un mapa, los federales trazaron las siguientes coordenadas: latitud 17 grados, 55 minutos, cero segundos norte por longitud 99 grados, 58 minutos y 30 segundos oeste.
La Cueva del Diablo estaba trazada en un punto rojo.
Fuente: Milenio