Ayotzinapa puede cambiar la historia

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Enrique Krauze afirma que las manifestaciones por la desaparición de normalistas deben pasar de la indignación a la organización para que su voz perdure

De la protesta a la propuesta

Por Enrique Krauze

El movimiento del 68 se propuso conquistar libertades elementales, en particular la libertad de manifestación y de expresión. Los estudiantes no pedíamos la abolición del Estado, la caída del gobierno o la cabeza del presidente (un asesino confeso, como fue Díaz Ordaz). Nuestro programa fue mesurado y puntual: liberación de los presos políticos, renuncia de un Jefe de la Policía. Nuestra prudencia se demostró en la inolvidable “manifestación del silencio”, que convocó a 400,000 personas. Por decisión del gobierno, culminó en una masacre, pero el movimiento cambió para bien la historia mexicana.

El movimiento de los 43 (llamémosle así, a falta de una denominación) no se propone la libertad (que ya existe) sino valores igualmente importantes: justicia frente a la impunidad, transparencia frente a la corrupción, seguridad frente a la violencia. ¿Se esfumará o consolidará? ¿Desembocará en una regresión suicida a la violencia revolucionaria que a su vez despierte al monstruo dormido de la dictadura? ¿O será -como espera la mayoría silenciosa- el catalizador de una reforma genuina del estado de derecho en México?

Dos grupos encapuchados buscan desprestigiarlo: los supuestos anarquistas y los autodenominados anarquistas. Los primeros me recuerdan a los Halcones cuyo despliegue pude atestiguar el 10 de junio de 1971: al grito de “Viva el Che Guevara” atacaban comercios y casas. Su frenesí era tal que en un momento -al aparecer un grupo afín- comenzaron a golpearse entre sí. “¡Son los mismos!”, les gritaba un oficial por el altavoz de su tanque antimotines. En estos días ha circulado mucho un video que muestra un caso análogo: en él se ve a un “vándalo” lanzar objetos pesados contra los granaderos, éstos se van contra el sujeto, le pegan y lo someten, hasta que los mismos granaderos se dan cuenta de que es uno de ellos, y comienzan a gritar: “es compañero, es compañero” y lo sueltan.

Junto a “los hijos de los Halcones”, haciéndoles el juego, están los autodenominados anarquistas. No quiero concederles ese rango. Respeto demasiado la tradición intelectual anarquista para pensar en esos incendiarios sin rostro como descendientes de Proudhon, Kropotkin o Ricardo Flores Magón.

Al movimiento se han unido, como es natural, organizaciones radicales como los maestros de la CNTE y grupos afines que operan en Guerrero, Oaxaca y Michoacán. Sin ser guerrilleros practican una suerte de “revolución blanda”: una machacante quema de instalaciones oficiales, acoso a comercios, bloqueo a vías de comunicación. Están en espera de que la mecha de la revolución prenda por fin en México. Esperarán en vano: su estilo de protesta no atrae apoyo social.

Mucho más significativo es el amplio y variado contingente de la izquierda democrática. Su crítica al gobierno federal es válida y justificada, pero su autocrítica ha sido tan parca como sus propuestas sobre seguridad, justicia y transparencia. La oportunidad de avanzar en las elecciones legislativas de 2015 y las presidenciales de 2018 se ha dañado severamente debido al hecho inocultable de que los gobiernos de Iguala y Guerrero pertenecían al PRD. El ala disidente ha mantenido un perfil bajo que quizá le reditúe en el futuro, pero su diagnóstico -si lo hay- del crimen organizado como una variable de la inequidad social es insostenible.

El conglomerado mayoritario, con el que me identifico, es el de la sociedad civil. No es de derecha ni de izquierda: cruza las generaciones y las clases sociales. Son personas que no usan capucha, no arrojan bombas Molotov, no sueñan con la toma del Palacio de Invierno ni ponen su fe en un caudillo. Las vincula un multitudinario “ya basta” a la impunidad, la inseguridad y la corrupción. Demandan una explicación convincente al caso de la mansión presidencial.

Para que la voz de este contingente perdure debe pasar de la indignación a la organización política o cívica, siempre dentro del marco democrático. El grito “¡Que se vayan todos!” vale como consigna, no como programa. Se necesitan ideas constructivas e iniciativas prácticas, no desplantes maximalistas, para combatir los problemas de México. Sin un proyecto, el movimiento se esfumará.

El 68 cambió la historia. El movimiento actual puede cambiarla si los jóvenes comienzan a hacerse cargo ya del país en que viven. La tarea es larga, el tiempo es breve y el crimen avanza. Hay que pasar de la protesta a la propuesta.

www.enriquekrauze.com.mx

Fuente: Reforma

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