Así aprendí a matar

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En la guerra, hay muchas maneras de matar, una es dando órdenes que en segundos, minutos u horas le arrancan la vida a alguien. Asesinar incluso se puede convertir en algo banal, de acuerdo con un reportaje de The New York Times.

La voz al otro extremo de la radio dijo: “Hay dos personas cavando a un costado del camino. ¿Podemos dispararles?”

Era de madrugada, durante mi primera semana en Afganistán en 2010, en el extremo norte de las operaciones estadounidenses en la provincia de Helmand, y la pregunta me la hacían a mí. ¿Estaban ese par de hombres regando sus tierras de cultivo o plantando una bomba al borde del camino?

Mi reacción inicial fue hacerle la pregunta a alguien más arriba en la cadena de mando. Busqué en nuestro centro de operaciones de combate a alguien de mayor jerarquía y todo lo que vi eran jóvenes marines regresándome la mirada, pendientes de lo que yo haría.

Quería la confirmación de una autoridad superior para hacer algo abominable, algo que toda mi vida creí que era malo. Como no había nadie de mayor rango, me di cuenta que era mi papel como oficial proporcionarle esa validación al marine en el otro extremo que accionaría el gatillo.

“Dispara”, le respondí. Era un diálogo sacado de las películas con las que crecí, pero pronuncié la palabra sin ironía. Ordené el asesinato de dos hombres. Quería que el marine al otro lado de la radio me diera una razón para cambiar mi decisión, pero el único sonido que escuché fue la frase afirmativa para una orden entendida: “Roger, fuera.” Los disparos resonaron a lo largo del estrecho río. Dieron en el blanco.

Cuando me convertí en oficial de infantería, perfeccionar la capacidad de mis marines para matar era mi misión, y fue mi principal cometido mientras los conduje a Irak y Afganistán. Ahora, como joven teniente, tenía fe en mis marines; confiaba en ellos y cuidaba de ellos. Pero en mi fuero interno, siempre me pregunté si seguirían mis órdenes en el momento de la verdad. Mientras los ecos de los disparos se desvanecían, recibí mi respuesta. Sí, ellos me obedecerían. También recibí la afirmación a una pregunta más siniestra: Sí, yo era capaz de matar.

“Los principales factores que afectan la capacidad de una persona para matar son las exigencias de la autoridad, la absolución del grupo, la predisposición del asesino, la distancia de la víctima y el atractivo de la víctima como blanco

Así comenzaba el ensayo que escribí durante mi entrenamiento como oficial de infantería en el Cuerpo de Marines en 2008. La tarea pedía “Discutir los factores que afectan la capacidad de una persona para matar”. Me apoyé en las lecciones que había aprendido de la lectura del libro del teniente coronel Dave Grossman “On Killing”, que deconstruye la psicología de quitar una vida humana. En él se explica cómo, a lo largo del siglo pasado, los sistemas y entrenamientos militares evolucionaron para hacer que fuéramos menos reacios a segar una vida.

Antes de que se me concediera la autoridad para ordenar una muerte, entrené para hacerlo por propia mano. Practiqué las técnicas para matar durante más de un año antes de tomar el mando de un pelotón. Me convertí en el amo de mi rifle, y sólo entonces aprendí los métodos más avanzados de la guerra moderna: cómo maniobrar un pelotón de 40 marines y ordenar descargas de artillería y bombardeos aéreos. Pero el dominio de esas tácticas habría sido inútil si no estaba dispuesto a matar.

En la guerra, por supuesto, hay muchas maneras de matar. Yo lo hacía dando órdenes. Nunca disparé mi arma en combate, pero ordené a muchos otros disparar la suya. Era un poder desconcertante:pronunciaba unas pocas palabras, y unos pocos segundos, minutos u horas más tarde las personas morirían.

Antes de matar por primera vez hay una reticencia que templa el deseo de saber si eres capaz de hacerlo. No es muy diferente al anhelo adolescente de perder la virginidad pero también querer esperar el momento adecuado para hacerlo. Pero una vez que matar pierde su mística, ya no es una herramienta de último recurso.

En el entrenamiento para ser oficial nos enseñaron a ser decisivos. Incluso una mala decisión, me dijeron, es mejor que ninguna decisión en absoluto. Pero la combinación de una decisión imperfecta, la confianza de la autoridad y ser absolutamente resuelto no produce resultados medibles.

Después de pedirle a ese marine que hiciera ese disparo, durante un tiempo todo lo que hacíamos parecía aceptable. Nos reveló que matar puede ser banal. Cada día traía una nueva amenaza que debía ser eliminada. Hice una estimación aproximada de la cantidad de personas que matamos, pero dejé de contar después de un tiempo.

En los siete meses que estuve destacado en Afganistán no pasaba un día en que no pensara cómo matar al comandante talibán en mi área. Él vivía y operaba al norte de donde nos localizábamos y todos los días enviaba a sus soldados a plantar bombas, aterrorizar a las aldeas y disputarnos el control de la zona. Nuestra misión era asegurar las aldeas y proporcionar desarrollo económico y político, pero era un trabajo lento con resultados intangibles. Matar al comandante talibán sería en cambio un éxito medible.

Nunca lo maté. En cambio, cada día matábamos a sus soldados o sus soldados mataban a nuestros marines. Cuanto más tiempo viví entre los afganos, más me daba cuenta de que ni los talibanes ni nosotros luchábamos por las razones que yo esperaba. A pesar de la retórica que yo interiorizaba de los periódicos estadounidenses acerca de por qué estábamos en Afganistán, terminé combatiendo por diferentes razones una vez que estuve en el terreno: una mezcla de lealtad a mis marines, hábito y la necesidad de sobrevivir.

Los combatientes enemigos eran a menudo jóvenes criados junto a los campos de amapola en pequeñas granjas establecidas a la vera del río. Eran demasiado jóvenes y estaban demasiado aislados como para entender cualquier cosa fuera de su sección del valle, ya no digamos algo global como los ataques del 9/11. Estos aldeanos luchaban contra nosotros porque eso es lo que siempre hacían cuando los forasteros llegaban a su aldea. Tal vez sólo querían que los dejaran en paz.

Cuanto más pensaba en el enemigo, más difícil era verlo como malo o subhumano. Pero matar exige una motivación, así que el concepto de autodefensa se convierte en el principio que define el atractivo del blanco. Si alguien me dispara, tengo el derecho de devolver el fuego. Pero esta es una justificación legal, no moral. El comediante Louis C.K. señaló brillantemente este absurdo:

Tal vez si tomas un arma, vas a otro país y te disparan, no es tan inaudito. Tal vez si te dispara la persona a la que estabas disparando, tienes parte de culpa…

La locura de la guerra es que, si bien este sistema se practica para matar gente, acaso es necesario para el bien mayor. Vivimos en un mundo peligroso donde se da el asesinato y la tortura y donde la persecución de los débiles por los poderosos es más normal que la sociedad civil donde puedes ir por un café Starbucks. Asegurar nuestra propia seguridad y la defensa de un mundo pacífico puede requerir entrenar a niños y niñas para matar, crear tecnología que nos permita destruir a cualquiera en el planeta al instante, deshumanizar a grandes segmentos de la población mundial y luego alegar que hay una santidad moral en matar. Entender este sistema y aceptar su uso para el bien mayor es entender que todavía vivimos en un estado natural.

Si esta era bélica llega a terminar, y despertamos del letargo de la muerte automatizada a la clara luz del cuestionamiento moral, nos enfrentaremos a un ajuste de cuentas. Si somos honestos con nosotros mismos, las respuestas no serán simples. No culpo a los presidentes George W. Bush o Barack Obama por estas guerras. Nuestros líderes electos, después de todo, sólo están siguiendo órdenes, no es diferente al marine que pregunta si puede matar a un hombre cavando al borde del camino.

Fuente: The New York Times

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