Aporía de la indiferencia

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Por Javier Sicilia

Antiguamente, cuando a causa de la precariedad de los medios de comunicación era imposible saber muchas cosas, las atrocidades quedaban en la oscuridad. Se podía torturar, violar, descuartizar, desaparecer y arrasar incluso pueblos enteros sin que a nadie, fuera de las víctimas, importara, y sin que nadie pudiera, por lo mismo, hacer nada. Hoy no es así. Sin embargo, bajo la luz implacable de las fotografías, de las imágenes televisivas, de los relatos de las víctimas, capturados muchas veces en tiempo real, la indiferencia y la impotencia siguen siendo casi las mismas.

Fuera de un puñado de seres humanos que protestan, dialogan, proponen, exigen, presionan, crean foros y generan nuevas leyes para intentar paliar lo que otras leyes, que debían hacerlo, no paliaron, las variaciones sobre estos asuntos son, para usar la jerga científica, despreciables. ¿Por qué? La pregunta, frente a lo que desde 2006 hemos consumido de horror en México, es una aporía (algo casi imposible de entender) tan compleja como la que nos plantea el porqué, a pesar de 2 mil años de cristianismo y de casi 250 de pedagogía sobre los derechos humanos, las atrocidades siguen siendo las mismas de hace milenios.

Aunque las personas puedan mirar y saber del horror, como hoy en México, hay varios mecanismos –sugiere Susan Sontag en Ante el dolor de los demás– que las hacen distanciarse. El hecho de que las imágenes y los relatos sean representaciones de lo real y de que en los noticiarios o los periódicos aparezcan al mismo nivel que otras tantas imágenes y noticias carentes de horror, e incluso contrarias a él, permite que la gente refuerce esa forma de la cobardía que se expresa en: “Qué horror, pero se lo buscaron”… “Eso no va a pasarme a mí”… y proceda inmediatamente a mirar, a escuchar o a leer otra cosa. “Dondequiera que la gente se sienta segura –cita Sontag a una ciudadana de Sarajevo que le relató cómo cambió el canal de su televisor en el momento en que desde el confort de su departamento miraba las imágenes de la invasión serbia de Croacia– sentirá indiferencia”. Hay, sin embargo, algo más, advierte Sontag: la sensación paralizante de que frente al horror nada puede hacerse. El desamparo y el temor refuerzan la parálisis, la cobardía y la indiferencia.

Si en México no hemos podido detener la tortura, los desmembramientos, las desapariciones y las masacres no es sólo porque las ONG, como lo analicé en La impotencia de los derechos humanos (Proceso 2030), son parte del problema, sino porque la impunidad, la corrupción, el desprecio y las mentiras de los gobernantes afirman que lo que nos sucede no puede evitarse. Si la guerra de Bosnia no cesó, escribe Sontag, “es porque los dirigentes aseguraban que era irremediable”.

Empero, ese embotamiento de los sentidos no termina en la parálisis. “Los estados que se califican como apatía, anestesia moral o emocional, están plenos” de otros sentimientos: “los de la rabia y la frustración” (Sontag). El linchamiento en Ajalpan, Puebla, que en octubre muchos vieron en sus televisores o en internet con impotente indiferencia, es su consecuencia. Un día, delante de la llegada de alguien que no se nos parece, que no pertenece a nuestro entorno y se mira como una amenaza, la rabia y la frustración, contenidas bajo nuestra sensación de incapacidad e indiferencia, estallan y nos volvemos parte de la misma crueldad de la que queríamos distanciarnos, parte del problema que no quisiéramos que existiera, parte del horror.

La manera en que la gente de Ajalpan consumó el linchamiento (conversaban entre ellos y alimentaban el fuego como si estuvieran ante una inocente fogata; otros se saludaban y registraban imágenes del horror en sus celulares) tenía el mismo gesto de impotente indiferencia con el que muchos veían aquellas aterradoras imágenes en sus pantallas; el mismo gesto con el que esos ciudadanos contemplaron antes las imágenes y los relatos de lo que no deja de suceder en nuestro país.

El aforismo inscrito en el pórtico del templo de Apolo en Delfos, “Conócete a ti mismo”, sigue siendo un llamado fundamental para salir de estos estados que trabajan en favor de la crueldad. Conocernos es saber que ante el mal no podemos ni permanecer indiferentes ni aceptar nuestra impotencia, porque nos hacemos cómplices de él, sino unirnos a quienes resisten desde la dignidad de lo humano. Si ante los grandes crímenes que concitan las movilizaciones y que en su calidad de emblemas representan el dolor de un país no nos movilizáramos sólo varios miles, sino uno, dos, tres millones, sería posible, si no detener a los imbéciles, al menos disminuir sus acciones y obligar a las partes sanas del Estado a salir de su cómplice letargo.

Contra la indiferencia y la impotencia que concluyen en la impunidad, el resentimiento y la rabia de los justicieros, la indignación de los que se unen y toman el camino de las víctimas; frente a la irracionalidad del mal, la irracionalidad del amor del que da cuenta el hermoso poema de César Vallejo Masa. No hay otro camino. Los demás llevan al imperio de la violencia, de la fragmentación y del despotismo de la impunidad que nos asedia diariamente.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.

Fuente: Proceso

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