Por John M. Ackerman
La desesperación con que los políticos actúan para imponer una andanada de reformas antipopulares, cínicas y represivas antes del fin del año se asemeja a la actitud de un ruin ladrón quien, al percatarse de que se acercan los dueños del domicilio saqueado, arroja en su morral cualquier objeto de valor a la vista, con su pistola echa un tiro al aire y se avienta con torpeza desde la ventana del segundo piso. Enrique Peña Nieto, Miguel Ángel Mancera y la clase política entera caminan hacia un suicidio político de dimensiones monumentales.
Absolutamente todos los estudios de opinión demuestran que la confianza ciudadana en Peña Nieto se encuentra por los suelos y que solamente una pequeña minoría de la población está en favor de la privatización de la industria petrolera. La aprobación social del gobierno federal hoy se encuentra en un punto similar al desastroso final del primer año del gobierno de Ernesto Zedillo, quien respondió al derrumbe económico causado por Carlos Salinas con una ola expansiva de corrupción sin precedentes. Los ciudadanos se han dado cuenta de que el nuevo emperador del PRI anda desnudo y se alistan para retornar a su domicilio antes de que culmine el saqueo de todas sus pertenencias.
No existe necesidad urgente de aprobar ninguna de las reformas que hoy se discuten en el Congreso de la Unión. La reforma energética, la reforma política, las reformas contra el terrorismo y la ley para regular las manifestaciones públicas en el Distrito Federal todas contienen elementos profundamente lesivos para la ciudadanía. Deberían ser discutidas a fondo y consultadas con la sociedad antes de su imposición. El hecho de que no ocurra así constituye un claro testimonio del enorme miedo e inseguridad que los políticos sienten ante el creciente rechazo popular al funcionamiento de las instituciones realmente existentes.
La contrarreforma política implica la institucionalización de la política de las componendas, la centralización de la toma de decisiones y la cancelación del debate público iniciados con el Pacto por México. Con la instauración de los gobiernos de coalición, la relección ad infinitum de diputados y senadores (los supuestos límites fijados en la reforma no implicarán obstáculo alguno), la eliminación de la participación del gabinete presidencial coaligado en las declaratorias de suspensión de garantías y la creación de un enorme monstruo burocrático centralizado para organizar todas las elecciones del país, los hilos de la política nacional se quedarán para siempre tras puertas cerradas manejados por un puñado de burócratas apátridas.
Las reformas al Código Penal Federal para aumentar y facilitar la aplicación de las penas por supuestos actos de terrorismo así como la nueva iniciativa de Ley de Manifestaciones Públicas en el Distrito Federal, que pretende imponer horarios y modalidades específicas a las protestas ciudadanas, no tienen otro propósito que justificar la represión a las protestas pacíficas. Si se aprueban estas reformas, los policías tendrán manga ancha para detener arbitrariamente a cualquier manifestante por supuestamente perturbar la paz pública, así como encarcelarlo durante años sin derecho a fianza ni pruebas en su contra.
La nueva versión de la contrarreforma energética deja más clara que nunca la intención de la clase política de lucrar personalmente con el regalo del oro negro a las empresas trasnacionales. Convierte Petróleos Mexicanos (Pemex) de un organismo descentralizado en una empresa productiva del Estado; permite todo tipo de contratos y licencias legalmente equivalentes a concesiones públicas y otorga al Ejecutivo federal la facultad discrecional, sin supervisión legislativa alguna, de determinar las partes del territorio mexicano que serán explotadas por Pemex y las que corresponderán a Exxon-Mobil y Royal Dutch Shell. Será el reparto del pastel más grande y cínico de la historia en el que a todos los políticos y funcionarios cómplices les tocará una sabrosa rebanada.
Mientras, el jefe de Gobierno del Distrito Federal insiste en atizar el descontento social al subir el precio del metro en 66 por ciento y así culminar el saqueo de los ciudadanos por los políticos. Dice haber apoyado su decisión en una serie de encuestas en que después de una media docena de preguntas chantajistas y propagandísticas se les interroga a los ciudadanos sobre su opinión con respecto al aumento. Tanto Joel Ortega como las casas encuestadoras involucradas –Consulta Mitofsky, Parametría y Covarrubias– se han negado rotundamente a divulgar los detalles metodológicos o compartir sus bases de datos. Tocará a los ciudadanos utilizar la Ley de Transparencia local para solicitar el acceso a estos documentos pagados con recursos públicos para poder documentar el fraude y el engaño de las encuestas.
Si México fuera un país democrático, los policías protegerían a los ciudadanos en lugar de a los políticos, las encuestadoras no venderían su profesionalismo, la oligarquía pagaría sus impuestos, todos los servicios públicos serían gratis, los medios electrónicos pertenecerían a grupos plurales de ciudadanos interesados en generar un verdadero debate nacional, y cada individuo recibiría su parte igualitaria de la riqueza nacional, así como un salario justo y digno. Soñemos en un mejor futuro y actuemos en consecuencia.
Twitter: @JohnMAckerman
Fuente: www.johnackerman.blogspot.com