Alfredo Castillo: el anacronismo, el horror

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Por Javier Sicilia

En Los vasos comunicantes de la tradición y el retorno de lo siniestro (Sin embargo, 9 de julio de 2014), Tomás Calvillo hace, en relación con la presencia y el actuar del comisionado Alfredo Castillo en Michoacán, una importante precisión: “El comisionado, más que una figura republicana, se asemeja al visitador de la época colonial”, en particular a “José Gálvez”. Aunque no ahonda en ella, la precisión es importante porque nos recuerda el parecido que tiene la recomposición política del PRI con ese pasado hecho de explotación, injusticias y poder autoritario.

A semejanza del visitador Gálvez, quien en 1767 es enviado por Carlos III a Michoacán a restablecer la autoridad, el comisionado Alfredo Castillo es instruido por Enrique Peña Nieto para lo mismo en enero de 2014. A semejanza suya, también pretende controlar las rebeliones que estallaron en ese sitio; Gálvez, las que surgieron en protesta por la expulsión de los jesuitas; Castillo, las que nacieron a causa de las atrocidades del crimen organizado. Como el visitador, el comisionado usa la cárcel y el juicio sumario. Contrario a él –hoy es políticamente incorrecto–, no aplica ni la horca ni el azote ni el destierro, sino la presión, la amenaza, la falsificación de pruebas y el autoritarismo como signo de gobierno.
Pero si el accionar de Gálvez es comprensible –es el siglo XVIII la época de los Estados absolutistas y de la inexistencia de los derechos humanos–, el de Castillo no lo es. Su accionar, además de anacrónico y contrario a cualquier republicanismo, es, por lo mismo, atroz. En los casi siete meses que lleva en su encargo, no ha restablecido la autoridad republicana. Por el contrario, la ha usado de manera ilegítima y perversa. Su comisión ha derivado en uso autoritario y delincuencial del poder, que Tomás Calvillo define como lo siniestro.
La palabra es exacta, manifiesta lo oscuro, lo tenebroso, lo atroz. La más reciente prueba de ese reiterado proceder ha sido el encarcelamiento de José Manuel Mireles. El doctor, al igual que en su momento Hipólito Mora, fue encarcelado, no por los delitos que se le imputan y que, por lo que la defensa de Mireles ha mostrado, son fabricados, sino por no alinearse a esa oscura abstracción que afirma que el uso legítimo de la violencia se ejerce desde el Estado y bajo su control. Para el comisionado Castillo, lo importante es eso –a ello parece reducir la existencia del Estado– y no el delito.
Sólo así se explica que Hipólito Mora haya salido de prisión; que al exgobernador Vallejo, pese a las graves sospechas de sus vínculos con los Templarios, no se le investigue, como tampoco se hace con otros actores. Sólo así se explica también que, con todos los recursos de inteligencia militar a disposición del comisionado, La Tuta siga sin ser capturado y Mireles esté en la cárcel. El crimen de éste es haberse negado a pactar con un Estado corrupto que no ha cumplido con el restablecimiento de un verdadero estado de derecho, y que lo ha señalado públicamente.
No sabemos si las armas que portaban sus autodefensas –único delito verdadero por el que se le acusa– fueron auspiciadas por algún cártel. Hasta ahora nadie lo ha comprobado. Sabemos, en cambio, que su lucha, dadas las condiciones de violencia y de corrupción del gobierno en Michoacán, es hasta el momento legítima y con profundos fundamentos éticos. Entre su palabra y sus actos hay una fina coherencia. El comisionado, en cambio, al abrigo de la impunidad del Estado, no ha dejado de traicionar su palabra, de fabricarle delitos –semanas antes de su arresto, Castillo lo acusó de exhibirse con la cabeza de un ser humano–; de imponer, como un visitador colonial, un orden autoritario; de atropellar la soberanía de Michoacán y de hacer política con el criterio del sometimiento o el garrote. Su proceder, como representante de un gobierno que pretende restaurar la autoridad, es indigno.
No hay posibilidad de entablar acuerdos cuando la confianza y la ética política que deben respaldarlos se edifica con la difamación, una interpretación equivocada de la razón de Estado y el encarcelamiento y la humillación del líder moral de las autodefensas. Ante ello, uno se pregunta si Peña Nieto es en realidad un soberano autoritario que, a semejanza de Carlos III, envió a su visitador para servir a intereses que no son los de la seguridad, la paz y la justicia, o es un presidente que, engañado por sus aparatos de gobierno, es usado contra la república. Sea lo que sea, la actuación del comisionado Castillo pone en entredicho al gobierno federal y exalta la figura de Mireles. Mientras él, encarcelado y tratado como un criminal, crece como un defensor del estado de derecho, el gobierno merma como un gestor de intereses siniestros y un represor de la dignidad. ¿Hay salida?
Por supuesto: cambiar al comisionado y liberar a Mireles. Lo dijo el propio Castillo el 11 de julio ante la Coparmex: “Michoacán no necesita caudillos, sino instituciones sólidas y fuertes, que sean guiadas por gente de ideas y pensamiento”. Tiene razón, pero esas instituciones no se construirán sin Mireles y sin la salida del comisionado, que se ha erigido no en caudillo, sino en algo peor, en un visitador en tiempos que necesitan del republicanismo y de toda la moral cívica que aún nos queda.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.

Fuente: Proceso

 

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