Por Hermann Bellinghausen
En cierto modo son irrelevantes, sólo un escalón inferior en la cadena alimentaria en que se ha convertido nuestro oprobioso y oneroso sistema de justicia, pero no está de más insistir en nombrarlos. Freddy Gabriel Celis Fuentes, Manuel de Jesús Rosales Suárez y Arturo Centeno Garduño, como magistrados federales ubicados en Tuxtla Gutiérrez, desecharon en ultimísima instancia el reconocimiento de inocencia para el profesor Alberto Patishtán. Gracias a ellos la pesadilla continúa. En medio del reformismo radical y regresivo que desmantela los contenidos sociales y la defensa de la Nación en el cuerpo de las leyes, y cuando se escatiman las garantías de justicia y libertades, el dictamen contra Patishtán constituye todo un mensaje del Estado (como señalara aquí Luis Hernández Navarro) que alcanza a los maestros, los pueblos indígenas y cualquier mexicano que diga no.
¿Separación de poderes, independencia? Ya no hay quien se las crea. Por razones de Estado, o compromisos previamente adquiridos, este mismo sistema de tribunales ha liberado, bajo peregrinos sofismas legistas y mediáticos, a narcotraficantes y secuestradores internacionales, políticos y sus parientes embarrados hasta el cuello, paramilitares convictos y confesos de genocidio, y gente así. Aunque el Consejo de la Judicatura Federal, curándose en salud, informó que el fallo “deja sentado que lo resuelto en este incidente de reconocimiento de inocencia no contiene un pronunciamiento sobre la responsabilidad penal del sentenciado”.
La división de poderes se reduce a una red de complicidades y reparto de prebendas entre grupos amafiados en torno al presupuesto. Todos estos ministros de la Corte conforman un trabuco exorbitantemente bien pagado, “para que no se corrompan” y en función de su “alta investidura”. A su vez vinculados con otros grupos de poder en televisoras, universidades, clases políticas regionales, no es dato menor que en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) exista, ya con cierta tradición, un peso de ministros chiapanecos. Armando Valls y Margarita Luna Ramos, actuales miembros de la Corte, poseen claros vínculos con la clase política de su estado. Vienen al caso con lo de Patishtán. El desdén y la arrogancia de la SCJN, transmitidos tal cual a los magistrados de Tuxtla Gutiérrez, les permitieron a ministros y magistrados desaprovechar una oportunidad de proceder con decencia y sensibilidad. Se puede atribuir al racismo, a cálculos políticos de coyuntura en un momento vertiginoso del desmantelamiento de la soberanía a nombre de los negocios de los verdaderos socios, o a detalles microscópicos y retóricos de técnica jurídica (que tan bien funcionaron para la campaña humanitaria del CIDE para liberar a los paramilitares de Acteal y cerrar un círculo de criminalidad de Estado con impunidad redonda).
Sin embargo, el caso de Patishtán implica un misterio particular, tal vez tan importante y delicado que vuelve impensable la liberación. Quienes lo encarcelaron en 2000 creyeron que no valía nada, que era desechable. Él solo purga sentencia por un crimen grave que necesariamente fue cometido por numerosas personas: una emboscada profesional contra policías en un territorio abrumadoramente militarizado.
Salvo para la tremenda corte, está probado que Patishtán no participó ni tuvo nada que ver. Pero como nadie más va a pagar por esas muertes emblemáticas (siete policías), el sistema cree que aguantará la presión social. Gobernaba Chiapas el priísta y genocida, como su jefe Zedillo, Roberto Albores Guillén, aún hoy parte activa de los poderes que controlan el gobierno estatal. En 2000 presidía el tribunal supremo de la entidad Noé Castañón León, quien hasta hace poco fue secretario de Gobierno (y en una época posterior de “exilio político”, por presunta corrupción, ¡ministro de la SCJN!). Estos políticos y sus cachorros son parte del Estado realmente existente en la entidad. ¿No habría que empezar la investigación en sus establos?
¿Qué ocultan? ¿Qué cloaca protegen estos actores? La ex primera dama Margarita Zavala de Calderón, “como abogada”, mostró interés se supone que genuino por su liberación, pero nunca hizo nada. Se dice que la paró Genaro García Luna, el jefe policiaco a las órdenes de su marido. Y qué órdenes. El gobernador actual y su antecesor se han pronunciado por la libertad de Patishtán. De lengua se pueden comer un plato, al fin que de ellos no depende. Y en la tabulación policiaca, siete agentes emboscados no se cubren con indulto presidencial.
La trama la tienen amarrada. En lo que se llevan los reclamos a la justicia internacional, lenta como todas, el gobierno de Enrique Peña Nieto, su dócil congreso y sus partidos satélites de chuchos y maderos, aserrín, aserrán, apresuran los candados para protegerse y atenuar el impacto de regulaciones y decisiones internacionales en materia de derechos humanos y procedimientos penales. De justicia. Para indios.
Hasta no demostrar lo contrario, detrás del encarcelamiento de Patishtán podría haber un crimen de Estado.
Fuente: La Jornada