Por John M. Ackerman
La soberanía popular se encuentra en riesgo. Las acciones de la clase política nacional evidencian un desapego cada vez más contundente del requerimiento constitucional, plasmado en el artículo 39, de que el poder público sirva al pueblo y no a intereses extranjeros o de grupo. En respuesta, urge multiplicar y consolidar a lo largo y ancho de la República espacios autónomos de intercambio, análisis, exigencia y movilización ciudadana. Si no ejercemos hoy nuestros derechos constitucionales, mañana se esfumarán por completo junto con la soberanía nacional.
El debate nacional ya se ha privatizado. Desde el inicio del sexenio las discusiones públicas en el Congreso de la Unión fueron remplazadas por reuniones cupulares entre políticos sin representación popular dentro del mal llamado Pacto por México. Pero este manto de oscuridad aparentemente ya no les basta a los políticos. Hoy quieren liberarse completamente de cualquier responsabilidad frente a la ciudadanía.
El diputado panista Rubén Caramillo ha confesado públicamente que existe un grupo de negociadores que se reúne en secreto para debatir los pormenores de la próxima reforma energética. César Camacho, quien preside tanto el PRI como el consejo rector del Pacto por México, ha aclarado que estas negociaciones no ocurren en la mesa del pacto.
No sabemos entonces quiénes integran este petit comité ni qué se comenta allí. Solamente se nos ha informado que desde el punto de vista del PAN allí no hay caretas ni falsos nacionalismos. En otras palabras, estaría totalmente excluido cualquier representante de los casi 16 millones de ciudadanos quienes en la última elección presidencial expresaron su contundente rechazo a cualquier privatización de Pemex por medio de su voto para el único candidato que defendió este principio durante en campaña, Andrés Manuel López Obrador.
Lo que queda de la clase política ya no está interesada en organizar espectáculos mediáticos para simular que toman en cuenta a la ciudadanía. Han decidido atrincherarse en las cavernas más oscuras de la corrupción para acordar el reparto del pastel petrolero directamente con la oligarquía nacional y el capital financiero internacional.
Todo parece indicar que la nueva reforma antiterrorista presentada por Enrique Peña Nieto la semana pasada surgió de estas mismas catacumbas. No es la ciudadanía mexicana, sino las autoridades estadunidenses quienes exigen al gobierno federal endurecer las penas para el terrorismo, así como ampliar la definición del mismo para incluir los ataques a cualquier persona relacionada con un gobierno extranjero. Tal como ocurrió con las reformas al artículo 27 de la Carta Magna para permitir la venta de los litorales a los extranjeros y con la autorización de cien por ciento de inversión extranjera en materia de telecomunicaciones, una vez más los políticos privilegian los intereses de una nación extranjera por encima del pueblo mexicano.
De manera cínica se presenta esta reforma antiterrorista como una medida pare evitar la criminalización de la protesta social cuando en realidad ocurre precisamente lo contrario. Lo relevante de la nueva sección quáter del artículo 139 del Código Penal Federal (CPF) no es la superflua reiteración de la necesaria protección de los derechos humanos ya protegidos por la Carta Magna, sino la inclusión de una grave excepción a esta regla. Específicamente, la reforma autoriza formalmente al gobierno para acusar de terroristas y encarcelar por hasta 40 años a los integrantes de cualquier grupo social que en el proceso de su movilización atente contra bienes jurídicos de las personas. Es evidente la dedicatoria para los maestros del CNTE y los jóvenes de la UNAM, así como la intención de fortalecer la estrategia de enviar provocadores violentos a las protestas pacíficas.
Si los legisladores realmente quisieran proteger a los movimientos ciudadanos, no buscarían incluir una peligrosa y engañosa nueva sección quáter al artículo 139 del CPF, sino que simplemente suprimirían la referencia a presionar a la autoridad para que tome una determinación como parte de la definición de un acto terrorista incluido en el primer párrafo del mismo artículo. Y si se trata de redefinir las relaciones con los agentes del gobierno estadunidense, el primer paso más bien tendría que ser el desarme de todos los elementos extranjeros que operan en México y la expulsión de quienes hayan violado la soberanía nacional al inmiscuirse de manera indebida en la procuración de justicia.
El gobierno mexicano también debería iniciar inmediatamente una amplia investigación por espionaje del gobierno de Washington a los ciudadanos, empresas y funcionarios mexicanos. Hace unos días el diario británico The Guardian dio a conocer las prácticas de infiltración indiscriminada y generalizada de parte del gobierno estadunidense de casi todas las comunicaciones electrónicas que ocurren en el mundo por medio de empresas como Google, YouTube, Apple y Skype. En Estados Unidos se debate si las actividades descubiertas serían ilegales por incluir las comunicaciones de ciudadanos estadunidenses, pero nadie niega la masiva intervención de las comunicaciones en otros países, incluyendo México.
Si el gobierno federal y el Congreso de la Unión no actúan inmediatamente al respecto se generará la sospecha de que los gobiernos de Calderón y Peña Nieto serían cómplices de esta invasión a la privacidad de los mexicanos al utilizar la información recabada en sus guerras contra el narcotráfico y los movimientos sociales.
El artículo 39 de la Constitución indica que el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno. Ha llegado la hora para rechazar de manera tajante el autoritarismo vigente para exigir una verdadera democracia en que los políticos rindan cuentas a los ciudadanos y no a los poderes fácticos y extranjeros.
Twitter: @JohnMAckerman
Fuente: www.johnackerman.blogspot.com