Águilas y gallinas

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En Águilas y gallinas. Crónicas de la frontera México-Estados Unidos (Editorial Punto de Encuentro) es un conjunto de textos extraordinarios, el periodista Argentino Roberto Bardini narra la relación entre “vecinos distantes” que se remonta a la conquista del Lejano oriente, la guerra contra los apaches, la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto, la fiebre del oro en California, la pérdida de territorios mexicanos. También describe un submundo de contrabandistas de personas, traficantes de droga, pandillas juveniles, narcomariachis y corridos. El siguiente es un capítulo del libro, el cual reproducimos con autorización del autor y la editorial.

Por Roberto Bardini

La coca se cultiva en América del Sur desde mil años antes de Cristo. Los indígenas del altiplano boliviano y peruano y del noroeste argentino mastican la hoja de coca para resistir la altura, el hambre, el cansancio y el frío. En esos lugares, beber un té de coca es tan popular como tomar un café en Brasil.

El peyote y los hongos alucinógenos existían en el sur de lo que hoy es Estados Unidos, en México y en algunas zonas de América Central desde muchos siglos antes de la llegada de los conquistadores españoles, y su consumo tenía un carácter sagrado.

Así, la historia de las drogas puede dividirse en dos grandes etapas: la antigua, que se caracteriza por el uso de plantas medicinales o alucinógenas en los ritos de ciertos pueblos primitivos de Asia, África y América; y la moderna, que surge con las aplicaciones químicas del siglo diecinueve.

El fruto de la flor de amapola produce opio, que operaba como un poderoso relajante. Pero en 1803 se obtuvo morfina del opio y, más tarde, heroína. Entonces la amapola dejó de ser simplemente una flor. En 1860, el químico alemán Albert Nieman separó de la coca su elemento activo: la cocaína. El arbusto, venerado por los incas durante siglos con el mismo respeto de los mayas por el maíz, también dejó de ser simplemente una planta.

LA GUERRA DEL OPIO

Se sabe que el opio —que se obtiene del jugo de la amapola o adormidera, una hermosa planta de flores blancas y rojas— tiene su origen en Oriente. Lo que no se conoce es que fueron unos civilizados hombres de negocios ingleses quienes iniciaron en el siglo diecinueve el tráfico de ese narcótico en gran escala.

El cultivo de opio adquiere grandes proporciones durante la ocupación británica en la India. Lo mismo sucede en la llamada “Media Luna Dorada”, formada por Pakistán, Irán y Afganistán, y en el “Triángulo Dorado” de Laos, Birmania y Tailandia (hoy Kampuchea). En esa época, la poderosa Compañía Británica de la India Oriental decide incrementar sus ganancias mediante una maquiavélica triangulación entre India, China y el Reino Unido. El plan comercial en alta escala consiste en vender manufacturas inglesas a la India, que los hindúes pagan con té de la China, adquirido con opio del Punjab. Naves británicas transportan parte del narcótico por al puerto chino de Cantón.

El opio está prohibido en China desde 1729. Entonces los pragmáticos ingleses lo introducen al territorio oculto en cajas de sal. En 1823, un incorruptible funcionario llamado Lin Tse-Hsu descubre la maniobra y ordena destruir en los muelles cantoneses 20 mil de esos envases. Comienza entonces la llamada “guerra del opio”, que dura tres años y concluye con la derrota china. Es, en nombre del “libre comercio”, la primera guerra del narcotráfico a nivel internacional.

Gran Bretaña se queda con la isla de Hong Kong, que se transformará en un puente del tráfico de drogas en Oriente y sede de bancos cuyos directivos no preguntan demasiado acerca del origen de los depósitos provenientes del exterior.

En los años 50, funciona en Hong Kong un cabaret llamado “Badiraguato”. El nombre no es un vocablo cantonés ni mandarín. Es la denominación de un poblado de la sierra mexicana, ubicado a 80 kilómetros de Culiacán, en Sinaloa.

¿A qué se debe el honor? Con el estallido del conflicto en Europa, se desarticula el “Triángulo de Oro”. Los traficantes turcos y asiáticos no pueden proveer a sus clientes de Marsella, quienes a su vez no pueden abastecer a sus distribuidores en europeos y americanos. Entonces las semillas de amapola llegan a través del océano Pacífico a Badiraguato. El cultivo se transforma en un nuevo modo de vida campesino y las ganancias hacen correr litros de sangre en tierra mexicana. Familias enteras se enfrentan a tiros; hay muchas mujeres y huérfanos.

Cuando la guerra concluye, comienza el tráfico en gran escala. El principal cliente, ahora, se encuentra del otro lado de la frontera norte.

En la etapa “moderna” de la droga muchas personas encuentran ocupación. En primer lugar, los campesinos que cultivan, los transportistas, los refinadores en laboratorios, los pistoleros responsables de la seguridad, los distribuidores, los revendedores mayoristas y minoristas. A ellos se suman contadores y empleados administrativos, asesores legales y económicos, blanqueadores de dinero y abogados defensores.

Marcos Kaplan, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Instituto Nacional de Ciencias Penales de la Procuraduría General de la República (PGR), incluye otras categorías al servicio de las mafias de la droga: intelectuales, periodistas, profesionales en relaciones públicas y especialistas en ciencias sociales. Kaplan también menciona a “políticos, gobernantes, administradores, funcionarios, jueces, policías y militares, que se involucran en actividades al servicio del narcotráfico y se beneficial de ellas”.

A Kaplan sólo se faltó mencionar a ciertos músicos y compositores.

En la frontera norte de México existe un género o subgénero musical llamado “narco-corrido”. Esta música rinde culto a traficantes de drogas de la región, desde simples distribuidores de mariguana hasta poderosos zares de la cocaína; a varios de ellos, los considera héroes populares.

Sobre el tema, además, se han publicado numerosos artículos periodísticos, reportajes, entrevistas, ensayos, recopilaciones y libros. Muchos hacen la apología de estas canciones apologéticas. Incluso el escritor español Arturo Pérez-Reverte es autor de “La reina del Sur”, inspirado en un narco-corrido donde no hay héroe sino heroína (no se refiere a la droga, sino a una hembra que asesina por despecho).

“CAMELIA LA TEXANA”, UNA MUSA

Cierto día, Pérez-Reverte escuchó una canción sobre una traficante de San Antonio y ahí nació su novela “La reina del Sur”, que una editorial lanzó con una tirada inicial de 275 mil ejemplares en la Feria del Libro de Madrid.

El reportero y novelista trabajó 29 meses para concluir 550 páginas. Él mismo cuenta la historia en “A la caza del narco”, un artículo publicado en “El País Semanal”, de Madrid, el 2 de junio de 2002:

“Todo empezó hace tiempo, en una cantina mejicana. Estaba con mis carnales de allá, dándole al tequila, y alguien puso en la rockola el corrido de Camelia la Tejana. Narcocorrido, para ser exactos. Nueva épica de esa frontera. Allí, las canciones populares hablaban antes de Pancho Villa, de la Cucaracha y de Adelita; ahora hablan de avionetas Cessna y cuernos de chivo, de perico y de mota. Aquello es un mundo fascinante y terrible. Tijuana. Sinaloa. Lugares donde morir de forma violenta es morir de muerte natural. Y mientras sigues vivo, buenos coches, vino, lujo, música y mujeres”.

El novelista relata que un tipo llamado “El Batman” Güemes le dijo en Culiacán, Sinaloa: “Más vale vivir cinco años como rey, que cincuenta como buey”.

Todo un filósofo-guerrero, este “Batman”. Algo así como la versión charra de Ernst Jünger, quien a los 18 años se alistó en la Legión Extranjera y antes de cumplir los 25 fue uno de los oficiales alemanes más heridos y condecorados en la Primera Guerra Mundial. Con una diferencia: Jünger —quien también fue oficial en la Segunda Guerra— publicó más de 20 libros y murió a los 102 años. Fue amigo de Albert Hoffmann, el descubridor del ácido lisérgico (LSD) y uno de los primeros en experimentarlo. Y no sólo no vivió como “un buey” sino que fue más odiado y admirado que unos cuantos reyes de verdad, no de pacotilla como el fanfarrón “hombre murciélago” de Sinaloa.

FREUD Y LA COCAÍNA

En Austria, lamentablemente, no existen los narco-mariachis; ni siquiera los mariachis, a secas. Y esto es lamentable porque un género o subgénero tan rico como el narco-corrido se ha perdido una historia real con personajes reales y un real trágico final, dignos de algunas estrofas.

Esa historia merece ser contada, aunque sea como borrador de un guión para una telenovela. El neurólogo y psiquiatra austriaco Sigmund Freud (1856-1939) siente un enorme —y bastante extraño— cariño por su colega Ernst von Fleischl-Marxow. Tan desmedido es ese afecto que intenta convencer a su propia novia, Martha Bernays, de que su amigo es el hombre ideal para ella. Fleischl-Marxow padece una neuralgia crónica. A causa de esa dolencia, ha comenzado a inyectarse morfina como anestésico hasta que finalmente se transforma en un adicto. Freud llega a decirle a Martha: “Su destrucción me conmoverá como habría conmovido a un hombre de la Grecia antigua la destrucción de un templo sagrado”.

El investigador del ego, los sueños y el sexo ha probado la cocaína el 30 de abril de 1884 y es autor de dos ensayos acerca de sus propiedades: “Sobre la coca” (1884) y “Contribución al conocimiento de los efectos de la cocaína”, en 1885.

Ese mismo año, Albrecht Erlenmeyer (1848-1926) le sale al paso y advierte al mundo científico de la época que el estupefaciente es “el tercer azote de la humanidad” después del opio y las bebidas alcohólicas.

A pesar de todo, con ese “azote” como ingrediente en 1886  hace su aparición la Coca-Cola, presentada como “tónico medicinal”.

Freud tiene apenas 29 años pero ya es un hombre difícil de convencer. ¿Quién es, comparado con él, ese anciano advenedizo de Erlenmeyer? Así que le recomienda al querido Fleischl-Marxow que pruebe la cocaína —producida entonces por los laboratorios Merck y Parke-Davis— con el argumento de que le anulará la dependencia a la morfina. El amigo termina víctima de una doble adicción que lo lleva a una espantosa muerte en 1887. Desde entonces, “el padre del psicoanálisis” no escribió más sobre las virtudes del derivado de la coca. Seguramente sintió el peso de un “templo sagrado griego” desmoronado sobre su espalda. O sobre su ego.

En 1903, la cocaína deja de ser ingrediente de la Coca-Cola.

Fin de la narco-telenovela austriaca. Frase en la pantalla, antes de comenzar a pasar los nombres de actores y técnicos, con fondo musical de un narco-vals interpretado por “Los Tigres de Viena”: “Circulan miles de biografías sobre Freud, pero es casi imposible encontrar datos acerca de Erlenmeyer, un científico especializado en toxicomanía al que la mayoría de los psicoanalistas desconoce.

LA JERINGA, UN “INSTRUMENTO DEL  MAL”: SHERLOCK HOLMES

Es una lástima que en el Reino Unido tampoco existan los narco-mariachis, porque hay otra historia… El inglés Arthur Conan Doyle (1859-1930) es médico pero se destaca como escritor. A lo largo de 60 relatos, da vida a dos personajes célebres: el detective Sherlock Holmes y el doctor John Watson. Interesado en temas esotéricos y espiritistas, Doyle sabe perfectamente quién es Sigmund Freud y conoce bastante acerca de algunas drogas.

En “Escándalo en Bohemia”, novela publicada en 1886, Watson relata que Holmes “alternaba una semana de cocaína con otra de ambición”. En junio del año siguiente, en “El hombre del labio retorcido”, el investigador privado bromea con el médico acerca de la cocaína y le asegura que no fuma opio. En septiembre, Holmes es —en opinión del preocupado Watson— un hombre “que se autoenvenena con cocaína” (“Las cinco semillas de naranja”).

El propio hombre de la pipa y la lupa explica en “El signo de los cuatro” (1888): “Mi mente se rebela contra el estancamiento. Puedo dejar de tomar estimulantes artificiales, pero aborrezco la gris rutina de la existencia”.

En “El problema final” (1891), Holmes desaparece abruptamente mientras intenta llegar a la frontera con Austria. Cinco años antes, en la vida real, Ernst von Fleischl-Marxow había muerto intoxicado. Y para entonces, Sigmund Freud ha dejado de escribir sobre las propiedades curativas de la cocaína. Mientras tanto, miles de cartas redactadas por lectores llegan al domicilio de Arthur Conan Doyle. “¡No lo deje morir!” “¡Sálvelo!” “Si es necesario… ¡resucítelo!”

Holmes reaparece en “La aventura de la casa deshabitada” (1894). Explica que durante ese tiempo se dedicó a viajar y a efectuar experimentos. El detective es otro hombre. En “The Missing Three-quarter” (1896), asegura que la jeringa es un “instrumento del mal”. Ha renunciado definitivamente a inyectarse la cocaína y fumar opio. Su único vicio, ahora, es el tabaco para pipa.

UN GRAMO, DOS GRAMOS, TRES GRAMOS…

El inglés Eric Ambler (1909-1998) no es psiquiatra ni médico pero coincide con Albrecht Erlenmeyer. Obtuvo el título de ingeniero pero nunca se dedicó a la ingeniería. Sustituyó las matemáticas, los cálculos y los planos por la máquina de escribir, la imaginación y las palabras.

Ambler comienza a redactar ficción en 1937 y dos años después publica “La máscara de Dimitrios”, considerada una obra maestra del suspenso. Sus discípulos son todos autores de best sellers: John Le Carré, Frederick Forsyth, Julian Simons, Len Deighton. Graham  Greene, quien seguramente los supera a todos, considera a Ambler “el mejor de todos los escritores de thrillers”. El ex ingeniero es autor de veinte novelas, muchas de ellas convertidas en películas, como “Epitafio para un espía”.

“La máscara de Dimitrios”, publicada en 1939 y también adaptada al cine, presenta una de las mejores descripciones de los efectos de la cocaína:

“En líneas generales, el proceso es siempre el mismo. En un principio se trata sólo de simple experiencia nueva. Tal vez se inhala medio gramo. Es posible que esa primera vez se produzca un cierto malestar; pero la persona en cuestión lo probará una segunda vez y entonces todo resultará como debe resultar. Una sensación deliciosa, cálida, brillante. El tiempo se detiene, pero tu mente se mueve a pasos agigantados y te parece que lo hace con una eficacia increíble. Si te consideraban un estúpido, te conviertes en una persona de elevada inteligencia. Si eras desdichado, te liberas de todos los problemas. Lo que no te agrada, lo olvidas. Lo que te resulta placentero lo sientes con una intensidad tal que te hace alcanzar un goce jamás soñado antes. Tres horas de permanencia en el Paraíso.

“Lo que viene después no es tan malo; ni siquiera tan malo como la resaca después de haber bebido demasiado champaña. Sólo quieres estar en silencio; te sientes sólo un poco enfermo. Y eso es todo. Muy pronto vuelves a ser tú mismo. Nada te ha sucedido, pero has podido gozar, experimentar un placer muy intenso.

“Si la persona en cuestión no quiere volver a tomar la droga, se dice a sí misma que no necesitará hacerlo: tiene inteligencia suficiente para ser más fuerte que la droga. O sea, que no existe ninguna razón lógica para no volver a gozar de ese placer, ¿verdad? ¡Claro que no la hay! Y vuelve a tomarla. Pero esta vez la experiencia no es muy satisfactoria. Ese medio gramo ya no basta.

“Hay que luchar por las propias satisfacciones. Por esto, todos se dicen que vagarán una vez más por el Paraíso antes de decidirse a rechazar para siempre la droga. Un poco más, pues; casi un gramo, quizá. Otra vez el Paraíso y lo que sigue tampoco es tan malo. Y ya que no pasa nada malo, ¿por qué no continuar?

“De todo el mundo es sabido que la droga, a la larga, causa problemas graves. Pero cuando detectas algo de esto, te dices, dejarás de tomarla, tú dejarás de tomarla. Sólo los tontos se convierten en adictos. Un gramo y medio, pues. Es algo que te comunica con otro tipo de vida. Tres meses atrás eras una persona tan triste, pero ahora… Dos gramos.

“Como es lógico suponer, como cada vez tomas un poco más, te irás sintiendo poco a poco algo más enfermo, deprimido. Ya han pasado cuatro meses. Dentro de poco tiempo renunciarás a la droga. Dos gramos y medio. Tu nariz y tu garganta están resecas. Todo el mundo te cae mal, ahora, te pone los nervios de punta. Quizá es porque duermes muy mal. El ruido que hacen los demás es insoportable; hablas a gritos. ¿Y qué dicen? Sí, ¿qué? Van diciendo cosas de ti, mentiras gordísimas. Si ya lo veo en sus caras, otros peligros. Tienes que tener mucho cuidado. La comida te sabe muy mal, no puedes recordar lo que debes hacer, por importante que sea. Y, aun en el caso de que lograras recordar todo eso, hay tantas otras preocupaciones que debes afrontar, aparte de lo asqueroso que resulta vivir.

“Por ejemplo, tu nariz gotea constantemente; es decir, en realidad, no gotea, pero te parece que así sientes la necesidad de cerciorarte de lo que pasa, palpándolo a cada instante. Y aún hay algo más: una mosca te molesta constantemente. Esa terrible mosca jamás te dejará tranquilo, en paz. Se posa sobre tu cara, sobre tu mano, sobre tu cuello. Tiene que espantarla, moverte. Tres gramos y medio.

“Los drogadictos arruinan sus vidas. Pierden la capacidad de trabajo, aunque necesitan conseguir mucho dinero para pagar la droga. En tales circunstancias caen en la desesperación y son capaces de cometer un crimen para obtener el dinero. Aunque es una droga más fuerte se corre menos peligro. Puedes convertirte en adicto a la heroína y llegar a dosis peligrosas en pocos meses, en tanto que con la cocaína te puedes pasar muchos años matándote lentamente”.

SOBRE HÉROES Y TUMBAS

“Hablar es el arte de sofocar e interrumpir el pensamiento”, escribió el historiador y filósofo Thomas Carlyle (1795-1881). A diferencia de Freud, Doyle y Ambler, el escocés Carlyle no conoció nada relacionado con el tráfico de drogas. Quiero creer que si él viviera en nuestra época hubiera escrito: “Drogarse es el arte de sofocar el pensamiento e interrumpir la vida”.

Carlyle tampoco conoció, lógicamente, el género o subgénero musical de la frontera norte de México que le canta a los narco-héroes.

El tenaz Carlyle conoció un poco acerca de algunos héroes que, en su opinión, se habían ganado esa denominación. En mayo de 1840 dio cinco conferencias sobre el héroe como divinidad (Odín), como profeta (Mahoma), como poeta (Dante Alighieri y William Shakespeare), como literato (Samuel Johnson, Juan Jacobo Rousseau y Robert Burns) y como estadista (Oliver Cromwell y Napoleón Bonaparte). En 1842 publicó “De los héroes, el culto al héroe y de lo heroico en la Historia”. Pero, claro, se supone que todo esto es aburrido: en la obra de Carlyle no hay intercambio de balazos entre contrabandistas y agentes de la DEA, crímenes sangrientos, hombres o mujeres fuera de la ley. Muy aburrido.

Quizá por eso, precisamente, la vida y la obra de Thomas Carlyle son menos conocidas que las vidas y obras de filántropos populares como los hermanos Arellano Félix, Rafael Caro Quintero, Alberto Sicilia Falcón, Juan Ramón Matta Ballesteros, los hermanos Rodríguez Orejuela, Joaquín “El Chapo” Guzmán, Juan García Ábrego, Jorge Ochoa Vásquez, Pablo Escobar Gaviria, Carlos Lehder, Miguel Ángel Félix Gallardo, los hermanos Amescua Contreras y otros benefactores de la humanidad.

Lamentablemente en Escocia, como en Austria, tampoco hay narco-mariachis. Porque Carlyle, el que escribió sobre héroes, también fue —a su modo— uno de ellos. Sobrio, sin ostentación, sin mal gusto, sin disparar un solo tiro, sin ganar millones de dólares, sin causarle daño a nadie.

En el Pequeño Larousse Ilustrado edición 1990, de mil 663 páginas, su biografía figura en dos líneas: “CARLYLE, Tomás, historiador y pensador inglés (1795-1881), autor de «Los héroes»”.

Este casi desconocido cantor de heroísmos fue el mayor de nueve hijos, educado con austeridad y disciplina en un hogar calvinista. Su padre, que era albañil, descubrió en él una precoz inteligencia y una vigorosa voluntad, y se sacrificó por brindarle una educación. El hombre no se equivocó. Thomas tenía vocación de águila: en 1809, después de concluir la escuela secundaria, caminó más de 160 kilómetros para ingresar a la Universidad de Edimburgo. Abandonó las aulas antes de concluir una carrera pero tuvo el talento suficiente para ganarse la vida dando clases de gramática, literatura, filosofía y matemáticas.

A los 28 años de edad, Carlyle terminó “La vida de Schiller”, que se publicó en “The London Magazine”. Le siguió “El signo de los tiempos” (1829). Se mudó a Londres en 1834 y comenzó a escribir “La Revolución Francesa”, que salió de imprenta tres años más tarde. A partir de su autobiografía, “Sartor Resartus” (1838) inició un período de producción intensa: “Pasado y presente” (1843), “Cartas y discursos de Oliver Cromwell” (1845) y “La historia de Federico II de Prusia”, en cuya elaboración trabajó de 1858 a 1865.

Carlyle, el joven que abandonó las aulas universitarias, retornó a Escocia en 1866 para asumir como rector de la Universidad de Edimburgo. En 1874, siete años antes de morir, recibió la Orden Prusiana al Mérito, otorgada por el estadista Otto von Bismarck.

Pero los tiempos cambian y los héroes también. Incluso cambian los músicos y los escritores. Los modernos juglares divulgan cantares de gesta en honor a quienes te mandan primero a un paraíso ficticio y a la tumba después. A falta de guerreros o águilas, los trovadores actuales componen sobre gavilanes que aniquilan gallinas.

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Roberto Bardini. Buenos Aires, Argentina, 1948. Periodista, escritor y docente. Tiene formación en Sociología, Filosofía y Letras e Historia, aunque no se graduó en estas especialidades. Estudió en la Escuela Superior de Periodismo (actual Facultad de Periodismo y Ciencias de la Comunicación) de la Universidad Nacional de La Plata, pero no se tituló. Ha trabajado en diarios, revistas, agencias de noticias y radio. Residió en México de 1976 a 2008, con estadías como corresponsal en San José de Costa Rica, Belice, Tegucigalpa, Managua, Río de Janeiro, Tijuana y San Diego (California). Ha escrito trece libros de historia y periodismo de investigación.

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