Por Epigmenio Ibarra
Percibo en muchos jóvenes, a los que emocionado y con la cámara al hombro seguí los pasos el año pasado cuando la esperanza de una trasformación democrática inundó las calles, un profundo y a mi juicio injustificado desaliento.
A ellos es que hoy, con gratitud, respeto y agradecimiento, quiero dirigirme.
Es cierto que aquello que querían y llegaron a pensar que podían evitar: una nueva imposición, el regreso del PRI a Los Pinos, se produjo.
Es cierto que Enrique Peña Nieto, a quien luego de “presumir” su responsabilidad en la represión a los comuneros de Atenco expulsaron de la Ibero, se sentó, pese a todo, en la silla.
Es cierto que el clamor “Fuera Peña” que corearon, con alegría y firmeza, decenas de miles no logró hacer mella en la siniestra y formidable maquinaria electoral priista.
Pudo más la desmemoria y el miedo de unos.
La miseria de otros.
El aplastante poder de la tv y el dinero combinados.
La falta de probidad y patriotismo de los responsables de sancionar la limpieza de los comicios.
La complicidad de aquellos que alguna vez se dijeron representantes de la alternancia democrática.
El cinismo de esos mismos que durante décadas nos han saqueado y que, de nuevo en el poder, se disponen a seguir haciéndolo.
Es cierto también que las calles se fueron vaciando.
Que las convocatorias, hechas a través de las redes sociales o transmitidas boca a boca, dejaron de tener ese efecto sorprendente y arrasador.
Pudo más, al parecer, el desencanto provocado por los resultados de una elección cerrada y severamente cuestionada que esa energía que parecía inagotable.
La primavera, pensaron y piensan aún muchos, duró muy poco.
No comparto esa idea. Porque tengo experiencia es que aún conservo la esperanza. Porque viví y registré esos días sé que esa fuerza telúrica ahí sigue; madurando, creciendo, transformándose.
Atrás quedó la coyuntura electoral que potenció al movimiento. Atrás quedó la euforia multiplicada por las marchas multitudinarias. Atrás también las motivaciones más inmediatas; la aspiración, la ilusión óptica más bien, de un triunfo rápido.
No se produce la demolición de un régimen que ha trastocado los valores, permeado, contaminado todos los ordenes de la vida en solo un proceso electoral al que, además, tan vertiginosa como tardíamente, se incorporan los jóvenes.
No se deshace la fuerza de los poderes fácticos, no se mella el inmenso poder de la tv con solo denunciarla; pero sí se inicia el proceso de liberación del país cuando se reconoce como primera prioridad la democratización de los medios.
¿Qué sería hoy de México sin esos jóvenes que la primavera pasada salieron a las calles?
No habría ya, casi, batallas por librar. El PRI hubiera arrasado y el remate del país se habría consumado de inmediato.
Ni esa “reforma” de telecomunicaciones, que no toca ni con el pétalo de un artículo, al duopolio televisivo existiría.
Menos la conciencia, cada vez más generalizada, de que esa concentración de señales, frecuencias, sistemas y canales es el lastre más pesado para la democracia.
Tampoco Elba Esther estaría en la cárcel —aunque cayó en ella más por traición que por justicia— ni se sentirían amenazados personajes con las manos manchadas de sangre como Felipe Calderón o los bolsillos repletos con dinero público como Romero Deschamps.
Una campaña gris y deslucida habría terminado como las encuestas, que resultaron ser falsas, señalaban.
Un PRI cómodo, “bendecido” por el voto, estaría haciendo, sin contención alguna, de las suyas.
Tuvo en cambio que forzar la máquina. Comprar votos a granel. Exhibirse. Esa falta de legitimidad lo amarra, aletarga sus movimientos, da espacio para la defensa de los bienes nacionales, para la búsqueda de la democracia que nos han negado.
Lo que la tv y sus opinadores digan del #YoSoy132 me tuvo entonces y me tiene ahora sin cuidado. No creo que hayan entendido entonces ni entiendan aún el movimiento.
Dije entonces que saldrían a buscar “la mano que mece la cuna”. Así lo hicieron. En eso siguen. Por ahí enfilaron —y lo seguirán haciendo— sus ataques.
El titiritero o el títere están siempre buscando los hilos.
Acostumbrados a manipular o ser manipulados, creen siempre verse en el espejo.
Nada saben del hartazgo, de la indignación ante tanta impunidad y tanta corrupción porque, a fin de cuentas, son beneficiarios y corresponsables de las mismas.
Menos saben de la lucidez, del nivel de comprensión de la realidad de una juventud a la que han caricaturizado siempre y a la que suponían rendida, aletargada, seducida.
Y menos todavía de una realidad con la que la tv, sobre todo en sus noticiarios, tiene, para decir lo menos, incompatibilidad genética.
No estuvieron en la asamblea de CU. No vieron la organicidad de un pensamiento colectivo que engarzaba, de mesa en mesa, demandas precisas, justas y urgentes.
Que hacía recuento de los hechos con una memoria puntual de los agravios y las luchas del pasado haciéndolas suyas.
No supieron entender que el movimiento no se quedó solo en la protesta. Que dio el paso a la propuesta. Que tiene principios, programa, una idea de país.
Yo en eso confío. Por eso celebro este aniversario con entusiasmo.
Inevitable para mí, cuando escribo esto para las y los compañeros del #YoSoy132 y cuando escribo también para los que sus pasos seguimos el año pasado, pensar en aquello que canta Silvio Rodríguez: “Madre, ya no estés triste, la primavera volverá. Madre, con la palabra: Libertad”.
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