La agencia AP entrevistó a 158 familiares de personas desaparecidas en Iguala. La desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa le dio el valor a cientos de otras familias, que también tenían familiares desaparecidos. Comenzaron a llamarse “Los otros desaparecidos”. Al menos 292 personas han sido añadidas a la lista de desaparecidos en Iguala…
Por Christopher Sherman
La mañana de su graduación del bachillerato, un tiroteo en el centro de la ciudad hizo que Berenice Navarijo Segura retrasara su salida para ir a peinarse y maquillarse.
Su madre se había levantado antes del amanecer a preparar la barbacoa de chivo y frijoles para la celebración, y no quería que su hija se arriesgara a salir. Su hermana, que había preparado suficiente salsa para los 60 invitados, intentó demorar a la animada joven de 19 años haciéndole preguntas:
–“‘Bere’… ¿’tu cartera’?”
–“Bere, ¿tu celular?”.
Su familia llamaba “Princesa” a Berenice. Ella ya había pagado el dinero para peinarse y estaba decidida a verse muy bien ese día. Acostumbrada a evitar las balaceras en una región plagada por los carteles de las drogas, Bere esperó sólo 20 minutos después de que pararon los disparos y antes de salir de casa prometió que regresaría rápido.
Subió a la parte trasera de la motocicleta de su novio, se fue y al poco tiempo se sumó a la lista de los desaparecidos en México.
Dieciséis personas más, incluido el novio de Berenice, desaparecieron en Cocula ese mismo día, el 1 de julio de 2013, poco más de un año antes de que 43 estudiantes normalistas fueran detenidos por la policía en esta comunidad cercana de Iguala y nunca se volviera a saber nada más de ellos.
Durante todo ese tiempo, la mayoría de las familias se quedaron calladas a la espera de que por ventura de su silencio, sus hijos y esposos pudieran regresar y con miedo de que una denuncia ante las autoridades los pudiera condenar a una muerte segura.
“Yo había dicho que no, no que iba a denunciar”, dijo Rosa Segura Giral, la mamá de Berenice. “Porque yo decía: yo denuncio y que tal si mi hija está cerca, la gente sabe que yo denuncié, le hacen daño, o sea, pensaba en todo esto”, razonó acerca de su silencio.
Pero entonces las desapariciones de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa desataron la indignación internacional. El gobierno federal inició una investigación y anunció, con bombos y platillos, su conclusión oficial: que los jóvenes habían sido asesinados, cremados y sus cenizas tiradas en bolsas en un río de Cocula.
Animados por la repentina atención a las desapariciones, las familias de Cocula comenzaron a dejar el angustiante silencio y a salir a la luz pública, junto con cientos de otras familias del estado sureño de Guerrero.
Hablaron entre ellos de su desgracia y firmaron listas con los nombres de sus seres queridos que se sumaron al creciente registro de más de 25.000 personas reportadas como desaparecidas en todo el país desde 2007. Dieron muestras de ADN tomadas del interior de sus mejillas y luego tomaron varillas para registrar los escarpados campos de Iguala en busca de rastros de sus familiares, que comenzaron a ser llamados como “los otros desaparecidos”.
Llegaron a encontrar evidencias de cuerpos y, a veces, las autoridades cavaron fosas de campos desconocidos. Más de cien cuerpos han sido recuperados. Hasta ahora, sin embargo, sólo se han identificado y entregado a los familiares los restos de seis personas pertenecientes a los otros desaparecidos.
Los demás continúan desaparecidos. Y sus familiares son las otras víctimas.
Al menos 292 personas han sido añadidas a la lista de desaparecidos en Iguala y sus alrededores desde que los 43 estudiantes desaparecieran allí el 26 de septiembre de 2014. Localizada a unos 180 kilómetros (110 millas) al sur de la ciudad de México, esa región del estado de Guerrero tiene unos 300.000 habitantes, muchos de ellos campesinos, taxistas y obreros.
Aunque la mayoría de las familias están muy asustadas como para hablar públicamente, The Associated Press logró entrevistar a familiares de 158 de los “otros desaparecidos”. Aún temerosos y también furiosos, hablaron de sus hijos, padres y hermanos que fueron llevados frente a sus ojos, de aquellos que dejaron la casa para ir a trabajar o salieron a comprar leche y que luego pareciera que fueron tragados por la tierra.
O de la hija que fue a arreglar su cabello para su graduación y nunca más volvió.
Lo que pasó con Berenice es especulación. Su madre recuerda haber oído un convoy de camionetas pasar por el camino de grava frente a su casa y rumbo al centro de la localidad esa mañana.
El sonido de rifles automáticos traspasó el techo de metal corrugado sobre su fogón, y horas después Segura Giral escuchó a las camionetas pasar de regreso por el mismo camino frente a su casa. Nunca imaginó que Berenice y su novio podrían ir dentro de alguna de ellas.
¿Quiénes eran las personas que secuestraron a su hija? ¿Miembros de uno de los cárteles de las drogas que se disputan el control de Cocula? ¿La policía ligada al narcotráfico? Segura Giral se encoge de hombros. Nadie puede decirlo con seguridad.
Tampoco puede explicar por qué, aunque como muchas personas a su alrededor, Segura Giral sabe que hay muchas posibles razones para ese tipo de desapariciones: reclutamiento para sumar gente joven a las filas de cárteles. Ataques a competidores. Ganancias por rescates o castigos por no haber cumplido con el pago de extorsiones. La eliminación de algún testigo.
En cualquier caso, las desapariciones siembran miedo. El hermano mayor de Berenice huyó a Chicago hace tres años después de ser detenido dos veces por hombres armados mientras vendía pizzas en la calle.
Al igual que Berenice, ese día también desapareció José Manuel Díaz García, un campesino de 43 años en la comunidad cercana de Apipilulco, quien escuchó a las camionetas detenerse afuera de su casa antes del amanecer. Cuando los hombres lo llamaron, él les gritó que no dispararan porque estaban sus hijos. Minerva López Ramírez, su esposa, dijo que él se fue pacíficamente con cinco hombres enmascarados. Tres días después recibió una llamada para pedir un rescate de unos 300.000 pesos (unos 30.000 dólares de entonces) que eventualmente se negó a pagar porque no le pusieron a su marido al teléfono.
Carlos Varela Muñoz, un taxista de 28 años, estaba en su casa al otro lado del río en Atlixtac cuando hombres armados llegaron cerca de las cinco de la mañana en tres camionetas pick-up blancas sin placas de circulación. Rompieron los vidrios y forzaron la puerta. Los enmascarados dijeron ser policías federales y obligaron a su esposa a acostarse boca abajo mientras se llevaban a Varela. No se hizo ningún pedido de rescate y él no volvió a aparecer.
Cocula se ubica en un valle en la zona montañosa norte de Guerrero y está rodeada de campos de maíz y cabras que pastan –un escenario bucólico para una valiosa ruta de tráfico de drogas. La pasta de opio recogida de la amapola que crece en las montañas es llevada a Estados Unidos por una ruta que inicia en Cocula e Iguala. El grupo de narcos Los Guerreros Unidos controla la ruta y suele enfrentarme con sus rivales de La Familia Michoacana y aliados para defender su territorio.
Las autoridades son de poca ayuda. Habitantes de la zona dicen que han visto a policías locales escoltar criminales a través de la comunidad y los consideran una extensión de Guerreros Unidos, pero con uniforme oficial.
Esa relación fue reafirmada por la investigación oficial sobre el caso de los 43 estudiantes, que concluyó que la policía de Cocula e Iguala entregó a los jóvenes a miembros de Guerreros Unidos, quienes presuntamente los mataron y luego se deshicieron de sus restos cremados en Cocula.
La casa de Berenice se localiza cerca de la vuelta del camino que lleva hacia el basurero donde autoridades federales sostienen que la mayoría de ellos fueron quemados a tal punto que no se pudo recuperar ninguna muestra de ADN.
El ruido que la familia de Berenice escuchó el día de la graduación vino de los disparos que entre 20 y 30 hombres hicieron mientras llegaban a la casa de Luis Alberto Albarrán Miranda, de 23 años, y su hermano José Daniel, de 14.
La policía de Cocula nunca salió de sus instalaciones, pese a estar a unos cien metros de la casa, aun y cuando los hombres armados derribaron la puerta y gritaron que eran policías federales en busca de armas. Los hermanos fueron sacados descalzos de ahí.
Menos de un kilómetro al este de la casa de los Albarrán Miranda, sobre una pequeña colina y cruzando un pequeño puente, hombres armados llegaron a la casa de su primo, Victor Albarrán Varela, de 15 años. Aunque algunos de sus familiares se escondieron en el sótano, un hermano mayor se escabulló saltando por una pared hasta cruzar el río. Fue alcanzado por un tiro en el tobillo, pero logró escapar.
Víctor tuvo la mala suerte de estar en el baño cuando su madre llevó a los otros a esconderse y se topó de frente con los hombres armados que buscaban a otro hermano. Cuando no lo encontraron, decidieron tomar a Víctor como “una garantía”, dijo su mamá Maura Varela Damacio.
El alcalde de Cocula, César Miguel Peñaloza, escuchó los disparos a través del teléfono cuando su padre le llamó del centro de la ciudad esa mañana, aunque dijo que no envió a su policía a detenerlos porque había sólo siete agentes en servicio y eran 50 hombres armados.
Los secuestros siguieron ese día hasta que se llevaron a 17 personas, dijo.
“Y hasta hoy, cuando pasó nuevamente lo de los muchachos de Ayotzinapa, todo lo que estaba pasando aquí en Cocula, todo estaba como olvidado, porque nadie se atrevía a hablar”, dijo Varela Damacio, madre de Víctor. “Nadie decía nada, pasaba lo que pasaba, fueran secuestros, fueran levantones, fueran asesinados, nadie se atrevía a hablar”.
Las familias de los desaparecidos viven en el limbo.
Una mamá que no puede abrazar a su hijo ni tiene una tumba para visitar, dice que cada noche entra a la página de Facebook de él en busca de algún mensaje, dos años después de que desapareció. Un joven no deja de marcar el celular de su hermano con la esperanza de que alguien conteste, casi cuatro años después de que no volviera a saber de él.
Cada nuevo reporte de un cuerpo localizado los lleva a la morgue a enfrentar una mezcla de alivio y desilusión cuando no encuentran a sus familiares.
Viven en un purgatorio de complicadas decisiones, como si reportar, o no, una desaparición a las autoridades, a pesar del terror de pensar que los responsables lo sabrán y cobrarán venganza.
“Tienes tres hijos y te dices `sabes qué, ahorita es uno, si le sigues buscando van a ser los tres'”, dijo Guadalupe Contreras, padre de Antonio Iván Contreras Mata de 28 años y desaparecido en Iguala en 2012. “Mejor te quedas con los dos que te quedan y olvidas al uno que ya se fue. No tenía caso perder otros dos hijos más. Se siente mal, se oye mal, pero debes tomar esas decisiones”.
Algunas familias dijeron que estaban tan convencidas de la complicidad de la policía que no se atrevieron a reportar la desaparición, mientras que otros que lo hicieron describieron una indiferencia burocrática, una mano que pedía un soborno o una exigencia de rescate.
Ellos quieren escapar del lugar. Y sin embargo, no son capaces de hacerlo. ¿Qué tal si su desaparecido vuelve a casa un día y ellos ya no están ahí?
Muchos de los desaparecidos eran el sostén de familias pobres; algunos padres analfabetos fueron incapaces de deletrear el nombre de sus hijos. Hombres o niños constituyen la gran mayoría de los 158 desaparecidos, con excepción de 15 mujeres, y su rango de edad va de los 13 a los 60 años. El grueso de ellos son menores de 30 años.
Las familias suelen caer en una crisis financiera al tener que abandonar sus trabajos para buscar a sus desaparecidos o tener que pedir prestado para pagar un rescate. Sus pertenencias e, incluso, sus casas fueron vendidas.
Y al mismo tiempo, muchos familiares dijeron que se aislaron después de la desaparición, bien porque sentían que no podían confiar en nadie o porque amigos y vecinos se alejaban, como si su tragedia pudiera ser contagiosa.
Ninfa Gutiérrez Pastrana dijo que después de que en abril de 2012 su esposo desapareciera en Iguala –Eliseo Ocampo Ávila, un abogado y político– incluso su pastor tenía temor de visitarla.
“Te quedas totalmente sola”, dijo. “Antes de pasar esto, ellos (su familia) venían a verme. Pasó esto y nos dejaron totalmente a mi hijo y a mí solos. Ni la familia que vive aquí en Iguala. Nadie nos visitaba. Estamos solos”.
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Después de que Berenice desapareció, su mamá dejó de cocinar las pizzas que habían sido el sustento de su casa.
Bere, como le decían, era una de las que se levantaba antes del amanecer para barrer la cocina antes de que su mamá regresara del mercado con los ingredientes del día.
Sabía cómo estirar la masa y prender el horno. Y luego salía al vecindario con un contenedor de plástico a vender por 10 pesos cada rebanada de pizza hawaiana o de pepperoni. En algún domingo, presumía Segura Giral, Bere podía vender cuatro o cinco pizzas completas.
La joven, que cuidaba mucho su apariencia, también se preocupaba por sus estudios. Trabajaba para pagar su colegiatura y lograba algunas becas. Poco después de que desapareciera, Segura Giral supo que Berenice había ganado otra beca para continuar sus estudios en administración de empresas.
Segura Giral no ha encontrado a ningún testigo del momento en que Berenice y su novio Fernando fueron secuestrados, a pesar de que el lugar está a menos de cinco minutos manejando desde su casa y a tres cuadras de la alcaldía y la estación de policía.
Para ella es como si su hija y su novio hubieran tenido mala suerte al encontrarse con sus captores en una calle estrecha con edificios a ambos lados. Ahí fue donde un familiar encontró la motocicleta de Fernando y vio que no había manera de escapar.
Los familiares comenzaron a llegar cerca de las 12 del día de la graduación, listos para celebrar a Berenice. Pero lo que encontraron fueron caras angustiadas.
Soldados llegaron a Cocula horas después. Preguntaron qué había pasado, pero los secuestradores hacía mucho que se habían ido.
En los días siguientes, Segura Giral se recluyó en su cama dentro de su casa. Por meses no salió. Y por más de un año se negó a volver a hacer pizzas.
“Nunca pensé que me pudiera pasar esto, nunca, nunca, nunca en mi vida pensaba en esto. Nunca pensé que la gente te quisiera hacer tanto daño, porque es daño el que te hacen”, dijo Segura Giral. “Mucho daño”.
Bajo presión de la mayor de sus tres hijas, Segura Giral aceptó dar una muestra de ADN a las autoridades. En algún momento, denunció la desaparición de Berenice a las autoridades y finalmente volvió a trabajar en las pizzas.
Muchas mañanas se inclina para amasar la harina en la tabla de madera donde prepara las pizzas. Se mueve y se balancea sobre sus talones y repite el movimiento. Hace poco comenzó a reír y casi de inmediato se calló y miró a la distancia.
“Hay mucha gente que ha dicho esto, que yo no siento a mi hija porque me oyen a veces que me río así”, dijo.
Aun ahora, añadió, todo puede volverse oscuro y ella tiene que dormir todo el día para escapar del dolor.
Pero escapar es difícil también. Iguala sigue en las noticias un año después de la desaparición de los 43 estudiantes: la explicación del gobierno de que las cenizas de los jóvenes fueron tiradas en Cocula es cuestionada por expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos después de una investigación de seis meses.
Si ese caso de alto perfil se mantiene sin resolver, el presagio para las familias de los otros desaparecidos que también buscan respuestas no es nada bueno.
Segura Giral dice que no ha perdido la esperanza. Los regalos de la graduación de Berenice, aún envueltos y cubiertos con polvo y algunas telarañas, la esperan encima de una vitrina. Cada vez que escucha una camioneta pasar enfrente de su casa, ella levanta la mirada e imagina que Berenice cruza la reja bajo el limonero, atraviesa el árbol de papaya junto a la puerta de la cocina y la abraza.
“Uno tiene que aprender a sobrevivir. Yo le digo, que yo tengo la esperanza de que mi hija aparezca. Siempre he estado con esta tentación”, dijo. “Siento que cualquier día va a regresar… siento como que si ella se hubiera ido de viaje”.