Por Javier Sicilia
El año 2015 acaba de concluir. Una continua y rápida acumulación de males –asesinatos, desapariciones, inseguridad, violaciones de derechos humanos; destrucción de la Tierra, el aire y las vidas comunes; corrupción, impunidad, devaluación del peso, inflación y la tentación de silenciar a la prensa y hacer más dura la criminalización de las protestas– es el saldo. Nada, fuera de campañas mediáticas, habla de un repunte del bienestar en el país.
México terminó el año en medio del dolor y el descontento que se manifestó en marchas, tomas de carreteras, enfrentamientos de muchos sectores con las autoridades e intentos aislados de diversos grupos por construir una alternativa al desastre. Con esa realidad entramos ya en 2016. ¿Qué nos aguarda? Nada bueno.
Estamos, como no he dejado de analizarlo en estas páginas, ante una crisis civilizatoria que puede resumirse en esos versos con los que los zapatistas celebraron en silencio el fin del ciclo maya, en 2012: “¿ESCUCHARON? Es el sonido de su mundo derrumbándose. Es el del nuestro resurgiendo. El día que fue el día, era noche. Y noche será el día que será el día”.
Las crisis civilizatorias, es decir, los procesos de los mundos que se derrumban, son largos. Lo son, también, los de los mundos que emergen del desmoronamiento. La crisis nuestra, cuyo saldo en 2015 fue peor que en años anteriores, se augura, por lo mismo, más grave para 2016. El día, es decir, el discurso triunfalista de un sistema que festeja entre ruinas, será la noche en donde los movimientos sociales, aún dispersos y fracturados, continuarán enfrentándose al sistema, mientras padecen sus consecuencias intentando unificarse en busca de un nuevo pacto social con reglas nuevas y humanas.
No sé si el desmoronamiento captado por los zapatistas será por fin absoluto en 2016. No sé tampoco si en medio del desastre encontraremos ese lenguaje y esa tarea que permitirán comenzar a edificar el nuevo mundo que necesitamos y del que hablan los zapatistas. A veces en mi percepción apocalíptica pienso que estamos no al final de los tiempos, sino en el tiempo del fin. Un tiempo en el que esa cosa amorfa que llamamos capitalismo, y que lo mismo alimenta al crimen organizado que a las corporaciones legales que instrumentalizan todo, no permitirá ya ninguna salida.
La crisis civilizatoria que continuaremos viviendo no es sólo, como muchos la han definido, líquida. Es también licuante. Tritura en su expansión todo lo que toca. Es, no obstante, un tiempo en el que en medio del desastre hay –es la enseñanza de los zapatistas– zonas donde los derrumbes son menos densos y pueden encontrarse espacios apropiados para edificar mundos humanos, zonas que desde las márgenes resisten esos flujos devastadores, territorios que preservan lo humano, retrasan el final de los tiempos y permiten abrigar la esperanza de un mundo nuevo.
En todo caso, 2016 se me presenta como la parábola de Ante la Ley de Kafka. En ella, un campesino llega hasta la puerta de la Ley, que está abierta. Nada, ni siquiera la prohibición del guardia, pueden impedirle entrar. Empero, nunca entra. Lleno de temor frente a las amenazas del guardia, busca, hasta el día de su muerte, en el que la puerta se cerrará definitivamente para él, convencerlo infructuosamente para que lo deje ingresar. El poder de la Ley no está en el guardia. Está en la incapacidad del campesino para entender que, en la medida en que la puerta está abierta (sólo entramos en donde hay que abrir una puerta), ya está dentro de ella y que la Ley no significa más que su propia sumisión a su sinsentido. La Ley, es decir el Estado y sus instituciones, en realidad ya no prescriben nada. Han perdido su legitimidad. Nosotros, como el campesino de Kafka, estamos sometidos a ella creyendo que aún puede ordenar el mundo cuando, en realidad, somos víctimas de su sinsentido.
Me pregunto: ¿Qué habría sucedido si el campesino de Kafka, en lugar de discutir con el guardia hasta su muerte –“con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente, siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste acepta todo, en efecto, pero le dice: ‘Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo’”–, hubiera dado marcha atrás y, con las cosas que previó para el viaje, hubiese construido un nuevo mundo con una Ley que significara? Es imposible decirlo. No hay hubiera para lo que ya sucedió.
Nosotros, en la puerta abierta de 2016, ¿permaneceremos allí hasta que –destrozados a fuerza de súplicas, expectativas e intentos de entrar a un vacío en el que ya habitamos– se cierre para siempre o, como los zapatistas, podremos edificar en sus márgenes –en esas zonas donde las ruinas del sinsentido son menos densas– mundos donde la Ley pueda refundar, en su significado, la posibilidad y la esperanza, si no de un mañana, al menos de un ahora? Kafka aún no ha concluido en nosotros su parábola, y el tiempo del fin no es todavía el fin.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso